Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa
Cada 30 de agosto celebramos la fiesta de Santa Rosa de Lima, patrona del Perú, América y las Filipinas, patrona también de los enfermeros y enfermeras de nuestra Policía Nacional y muchas otras instituciones.
Nacida en 1586, Isabel Flores de Oliva (ese es su nombre de pila), es uno de los primeros frutos de la Iglesia en el Perú, esta “tierra ensantada” como la llamó el papa Francisco en la visita que nos hizo en 2018.
Mucho se escribió sobre esta joven limeña que murió a los 31 años, destacando su vida de penitencia, alabada por muchos, pero también criticada por algunos que la juzgaron de modo anacrónico, es decir con una mentalidad propia de nuestra época y sin tener en cuenta su fe, el tiempo y las circunstancias en que ella vivió y el sentido trascendente de sus actos.
No han faltado, incluso, quienes solo vieron en Rosa a una mujer mentalmente desequilibrada. La verdad es que ella fue una elegida de Dios desde su más tierna infancia y, por tanto, solo se la puede comprender desde esa gratuita elección divina y desde las gracias que el mismo Dios le brindó y ella supo acoger.
En efecto, quien conoce bien la vida de Santa Rosa sabe que lo primero que se dio en ella no fue la inclinación a mortificar su cuerpo, sino el encuentro personal con el amor misericordioso de Dios manifestado en Cristo crucificado. El mismo Jesucristo la atrajo hacia él, la fue ‘enamorando’ revelándole progresivamente el infinito amor que tenía por ella y que tiene por toda la humanidad… y ella se dejó encender en ese amor. Siendo todavía niña hizo voto de virginidad perpetua y más adelante aceptó el pedido que Jesús le hizo, “Rosa, sé tú mi esposa”.
Así como una esposa se une a su esposo y se hacen una sola carne (Génesis 2;24; Mateo 19;5-6), Santa Rosa se dejó hacer una sola carne con su amado hasta el punto de querer participar en los sufrimientos de su pasión y muerte en la cruz, pero así como participó en esos sufrimientos, participó también en los consuelos hasta llegar a decir, “¡Oh, si los mortales supieran lo grande que es la gracia, lo bella, lo noble y preciosa que es, cuántas riquezas esconde en su interior, cuántos tesoros, cuánta felicidad!”.
Sí, Santa Rosa de Lima fue una joven feliz porque se entregó sin cálculos a Dios y a los hombres. Encendida por el fuego del amor divino, quiso llevarlo a los demás. Ayudaba a los indigentes con los bienes materiales que podía conseguir y buscaba por las calles de Lima a los enfermos abandonados para llevarlos a su casa, cuidarlos y curarlos con la ayuda del ‘doctorcito’, como llamaba a Jesús.
Su amor, sin embargo, no se limitaba a los pobres, sino que era universal, por eso ansiaba la salvación de todos y como dijo San Juan Pablo II, con “su ardiente palabra (…) fue también una intrépida evangelizadora” (Ángelus, 6.IX.1992). Hablaba a todos de Dios y animaba a los sacerdotes a partir incluso a lugares lejanos para anunciar el evangelio a quienes todavía no lo conocían. En síntesis, en Santa Rosa de Lima vemos con nitidez las dimensiones de la vida cristiana: la intimidad con Dios, de la cual brota la solicitud por los pobres y el celo por la salvación del mundo entero. Que Dios nos conceda vivir así, cada uno desde el estado de vida al que él lo ha llamado.
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