Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa
Faltan pocos días para la Navidad. Conviene que nos preparemos para la llegada del Mesías. En él, Dios realiza lo que profetizó Isaías varios siglos antes: “un niño nos ha nacido, un hijo se nos ha dado” (Is 9,5).
En la Navidad celebramos el nacimiento de un niño. Un niño pobre como tantos que nacen cada día. Ni siquiera nació en una casa sino en un establo. Sin embargo, no es un niño cualquiera sino el hijo de Dios, la segunda persona de la Santísima Trinidad. En Jesús de Nazaret, “un hijo se nos ha dado”. Dios Padre nos ha dado a su Hijo. Y el mismo Hijo se ha dado a nosotros. Como dice san Juan: “El Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros” (Jn 1,14).
En la Navidad celebramos que Dios se hizo hombre y entró en este mundo para vivir con nosotros, para hacerse uno con cada uno de nosotros, quedarse para siempre entre nosotros y caminar con nosotros a lo largo de nuestra vida terrena hasta llevarnos con Él al Cielo por toda la eternidad, para que podamos gozar de aquello para lo que hemos sido creados.
En Jesús, Dios asume nuestra naturaleza humana para hacernos partícipes de su vida divina. Siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza (2Cor 8,9). “¡Oh, admirable intercambio!” exclama la Iglesia desde los primeros siglos. Y lo explica bien san Ireneo: “El Verbo de Dios, Jesucristo nuestro Señor, por su sobreabundante amor, se ha hecho aquello que somos nosotros, para hacer de nosotros aquello que él mismo es” (siglo II).
En Belén nació Dios. Su nacimiento, sin embargo, pasó desapercibido para quienes habitaban en esa comarca y para toda la humanidad; salvo José y María, nadie se enteró de lo que sucedía en ese momento. Algo similar pasa ahora, salvo para un pequeño porcentaje de la humanidad, Jesús pasará desapercibido en esta Navidad. Los que puedan hacerlo prestarán más atención a los preparativos, los regalos o la fiesta familiar, pero pocos acogerán a este hijo que nos es dado. Y se cumplirá nuevamente lo escrito por Juan: “Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron, pero a los que lo recibieron les dio poder de ser hijos de Dios” (Jn 1,11-12).
Como profesamos en el Credo, Jesús viene al mundo “por nosotros y por nuestra salvación”. Viene a ofrecerse en sacrificio para salvarnos del demonio, el pecado y la muerte. En Él se manifiesta la gracia de Dios que trae la salvación para todos los hombres (Tt 2,11). Los invito a que, en estos días que quedan para la Navidad, no nos dejemos distraer en demasía por lo externo de la fiesta y los compromisos de fin de año, sino que preparemos nuestro corazón, lo profundo de nuestro ser, para acogerlo. Como dijo san Juan Pablo II al inicio de su pontificado: “¡No tengan miedo de acoger a Cristo y aceptar su potestad…abran de par en par las puertas a Cristo!” (Homilía, 22.X.1978), porque, como también lo dijo el Papa Benedicto XVI al iniciar su pontificado: “quien deja entrar a Cristo no pierde absolutamente nada de lo que hace la vida libre, bella y grande…Solo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera…Él no quita nada y lo da todo…abran de par en par las puertas a Cristo y encontrarán la verdadera vida” (Homilía, 24.IV.2005).
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