Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa
Con el Miércoles de Ceniza —la semana pasada—, hemos comenzado la Cuaresma; tiempo de preparación para la Pascua, en la que celebramos de modo solemne, el paso de Jesucristo (‘pascua’ significa paso) de la muerte a la vida, es decir, el gran misterio de su pasión, muerte y resurrección.
El triduo pascual, en el que entramos el Jueves Santo y concluimos el Domingo de Resurrección, son días en los que Dios, nos envía su gracia con una intensidad singular a fin de hacernos partícipes de la victoria de Jesucristo sobre el pecado, nuestros pecados y la muerte que, como consecuencia de ellos, nos cerca constantemente.
La gracia de Dios, sin embargo, no actúa de modo automático, sino que su eficacia se realiza en cada uno según el grado de la propia fe o dicho de otra manera, según la disposición del receptor. Aquí radica la importancia de prepararnos bien para la Pascua, porque mientras mejor nos preparemos, más experimentaremos su potencia, es decir, la resurrección de Jesucristo en lo profundo de nuestro ser. Para ayudarnos con esa finalidad, es tradición que los papas emitan un mensaje al inicio de cada Cuaresma.
Así, el Papa Francisco, nos invita a reflexionar sobre la exhortación contenida en la carta del apóstol San Pablo a los Gálatas, “No nos cansemos de hacer el bien, porque si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos” (Ga 6, 9-10a).
Como explica el Papa, el término “oportunidad” que leemos en el texto en castellano, es la traducción de la palabra griega kairós, usada por Pablo en su carta, que significa “tiempo propicio” o “tiempo favorable”.
Con ella, el apóstol se refiere al tiempo que estamos en este mundo. En la medida en que hagamos el bien en esta vida, cosecharemos sus frutos para la vida eterna; si bien todo el tiempo en este mundo es un kairós, un tiempo favorable, de modo particular lo es la Cuaresma: tiempo en el que Dios nos concede gracias especiales para nuestra conversión o como la llama el Papa, nuestra renovación personal y comunitaria.
Todos necesitamos convertirnos, pues como dice Francisco en el mensaje que comentamos: “Con demasiada frecuencia, prevalecen en nuestra vida la avidez y la soberbia, el deseo de tener, acumular y consumir”.
Decía también San Agustín, que los cristianos necesitamos convertirnos cada día de las criaturas al Creador, porque el corazón del hombre —incluso de los cristianos— ha quedado herido por el pecado original y tiende a ir detrás de las criaturas.
En este sentido, la Cuaresma es un kairós; un tiempo propicio para volver a Dios, volver a lo esencial y redescubrir que —como también dice el Papa— la verdad y la belleza de nuestra vida, no radican tanto en el poseer sino en el dar, no en el acumular sino en sembrar el bien y compartir.
En este contexto, la conversión es obra del Espíritu Santo, que orienta nuestro corazón a Dios, por tanto, al prójimo, y es justamente para que podamos acoger con menos dificultad esa obra del Espíritu Santo, que la Iglesia nos brinda tres medios: la oración, el ayuno y la limosna. Nos referiremos a ellos en las próximas semanas.
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