Javier Del Río Alba
Arzobispo de Arequipa
Este miércoles 2 de marzo comenzamos el tiempo de Cuaresma, es decir el itinerario que nos conduce hasta la Pascua en la que celebramos la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.
La Cuaresma, que se llama así porque dura cuarenta días, nos hace presente los cuarenta años que el pueblo de Israel pasó en el desierto desde que Dios lo libró de la esclavitud de Egipto hasta que lo introdujo en la tierra prometida. En esos cuarenta años Israel fue encontrándose con su debilidad y su infidelidad al Señor, pero también fue conociendo el amor y la misericordia de Dios, así como su providencia. La Cuaresma también nos recuerda cuando, antes de comenzar su vida pública, Jesús fue llevado por el Espíritu Santo al desierto y pasó cuarenta días en ayuno y oración, al final de los cuales el demonio le presentó tres tentaciones, que son con las que constantemente engaña a los hombres, y Él las venció apoyado en la fidelidad de su Padre.
El tiempo de Cuaresma es un tiempo de conversión. San Agustín decía que los cristianos necesitamos convertirnos todos los días de las criaturas al Creador, porque ciertamente el corazón del hombre tiende a irse detrás de las criaturas de este mundo y a olvidarse del sumo bien que es Dios.
Entonces, en Cuaresma Dios nos invita a revisar el modo en que pensamos y vivimos, y a cambiar de rumbo en aquello que sea necesario para ajustar nuestra vida al Evangelio. Como hace unos años dijo el Papa Benedicto XVI, Jesús nos llama a ello porque desea nuestra felicidad y salvación, “porque es precisamente el hecho de cerrarse al Señor, de no recorrer el camino de la conversión de uno mismo, que lleva a la muerte del alma” (Homilía, 7.III.2010). Desde esa perspectiva, la Cuaresma es un tiempo que brota de la misericordia de Dios que no se complace en la muerte del pecador sino en que se convierta y viva (Ezequiel 33,11), es decir en que nos abramos a su amor, combatamos contra todo aquello que nos aleja de Él y le respondamos con nuestro propio amor filial.
En este sentido, el itinerario cuaresmal nos ayuda a volver a Dios, conscientes de que alejarnos de Él es la raíz de todos los males y nos hace perder el gozo y la alegría que se experimentan cuando se vive en comunión con Dios y con los hermanos.
Por eso, en la liturgia del Miércoles de Ceniza, con la que emprendemos el camino cuaresmal, al imponernos la ceniza el sacerdote nos dice “conviértete y cree en el Evangelio”; porque la conversión parte precisamente de creer en el amor de Dios, creer en el Evangelio que nos transmite la buena noticia de que Dios nos ama tanto que ha enviado a su único Hijo al mundo para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna (Juan 3,16).
Aprovechemos, pues, estas semanas de Cuaresma para abrirnos al amor de Dios y poner nuestra vida en sus manos de Padre. Así podremos experimentar su divina providencia y su infinita misericordia. Dios nos espera con los brazos abiertos de par en par para introducirnos en su reino. Si nos preparamos de este modo, podremos experimentar que, en la Pascua Cristo vendrá nuevamente con poder y con gloria para vencer en nosotros el pecado y la muerte y hacernos partícipes de su vida inmortal.
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