Juan David Quiceno
Docente del Departamento de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo
Quizá de todos los que lo conocieron, soy el menos indicado para atreverse a hacer un escrito sobre don Eusebio. No soy familiar, discípulo o un conocido muy cercano. Sin embargo, me atrevo a hacerlo en medio de la agitación, dado que considero que su ejemplo académico es encomiable y que los pocos encuentros que tuve con él son suficientes para hacer un pequeño retrato con el que vale la pena quedarnos, al menos aquellos que nos dolemos por su partida de forma directa o indirecta.
Pocas palabras bastaba cruzar con don Eusebio para saber que ese don estaba bien puesto. El modo como abordaba la conversación te daba rápidamente la idea de que estabas frente a alguien que no dejaba pasar las cosas sin más, sino que las pensaba con delicadeza. Que estabas frente a un verdadero señor, cortés y sencillo en su trato. Si lo encontrabas por segunda vez, entonces, entendías que te reconocía y recordaba fácilmente.
Así, empezabas a pensar que su capacidad para reconocer las cosas y recordarlas era particular. Incluso, si su aparente deterioro de los últimos años te pudiese engañar, bastaba escucharlo hablar de los libros, de sus apuntes o de las ideas que sabía encontrar fácilmente en su biblioteca, entonces entendías que la memoria era su gran obsesión y la narración el medio con el que contagiaba su pasión por la identidad cultural de su pueblo.
En su relato había ímpetu, dolor y, en algunos casos, un enorme deseo de corregir los errores de un pasado que veía presentes. Arequipeño ilustre, a veces objetivo, a veces presa del amor por su pueblo. Quizá valga la pena que la luz de sus ideas no se pierda en la contumacia de una cultura que es tan oscurantista, como el pasado del que supuestamente reniega. Porque bastaba una pregunta para que su relato echara las raíces en el pasado más remoto y sus argumentos en la pila de libros con los que debías terminar la tarea por tu cuenta. Ojalá las nuevas generaciones logren ver en su ejemplo el deseo de convertir la historia en esperanza y la cultura en posibilidad de ser fiel a los ideales.
Creo que a quienes estuvieron cerca de él les queda una enorme tarea. A sus familiares quizá más porque tendrán que cargar con el peso de un hombre que los instiga a ser mejores que él en muchos aspectos. A llevar adelante como propios algunos de sus valores, que antes de ser imposiciones, son invitaciones a la libertad intelectual y moral. Pero, en general, a todos aquellos arequipeños y peruanos que siguen cargando las heridas de un pueblo que don Eusebio intentaba curar con las historias más maravillosas, con los héroes más inspiradores, con los valores más humanos y con la mirada puesta en lo trascendente.
La historia no se trunca hoy, pero espera nuevos continuadores. Don Eusebio, como dice su nombre, ha honrado el tiempo de los hombres y ahora la eternidad de Dios. Seguramente, nos estará esperando para conversar de Grau, Basadre o cualquier otro ilustre que nos recuerde que la historia humana está hecha para convertirla en un asunto de honor y piedad. Así como su nombre.
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