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Escrito por Encuentro
Ene 11, 2022
en Opinión
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Jorge Martínez
Filósofo y docente de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo

“Conócete a ti mismo”, es el aforismo que estaba escrito en el pórtico del templo de Apolo en Delfos. La frase ha sido atribuida a varios sabios antiguos, entre ellos, Sócrates. En uno de los diálogos platónicos, Sócrates aconseja a su joven amigo, Alcibíades (que desea ingresar a la actividad política), que medite en esa inscripción délfica.

Conocerse a sí mismo no es —obviamente— conocer el propio cuerpo, sino el alma. ¿Y por qué uno habría de conocerse a sí mismo?, ¿qué necesidad habría de eso si lo más evidente para nosotros mismos somos nosotros mismos? No parece que nadie que no seamos nosotros nos conozca mejor. Probablemente la respuesta a esta pregunta pueda responderse con las palabras del poeta latino Juvenal (60-128 d. C.), para quien este mandato “desciende del cielo”.

Por cierto, el precepto délfico no significa que la interioridad —al menos como la concebimos hoy— haya sido un asunto que interese a la filosofía griega, mucho más sensible a nuestro carácter de vivientes comunitarios. Vivir, para los griegos, es esencialmente con-vivir, vivir junto a otros. La atención está centrada en la perfección de las comunidades en donde encontramos nuestro lugar en el mundo, no en una mirada introspectiva.

No es casual que, entre los géneros literarios antiguos, incluso medievales, no figure la novela, por ejemplo, en donde el protagonista es ‘exclusivamente’ humano y entonces, ¿por qué habremos de conocernos a nosotros mismos? Aquí parece haber una tensión entre nuestro ser-con-otros y nuestro ser personal.

La irrupción del cristianismo, abre a la reflexión filosófica una dimensión insospechada por la sabiduría griega, pero no por ello menos intuida. Con el cristianismo comienza a comprenderse mejor ese carácter de mandato que “desciende del cielo”, del que hablaba Juvenal.

La invitación al autoconocimiento es la invitación al descubrimiento de Dios dentro de nosotros, no al descubrimiento del yo encerrado en sí mismo. Esta es la genial intuición de San Agustín (354-430), la cual ofrece de manera sistemática y rigurosa, la más sabia respuesta al “conócete a ti mismo”.

Es decir, esta interioridad nuestra y de cada uno de nosotros, tiene poco que ver con la interioridad de la que habla Rousseau (1712-1778). Podemos afirmar sin temor a exagerar, que Jean-Jacques, es el descubridor de esta ‘nueva interioridad’ que se repliega sobre sí misma y no es casual que el pensador ginebrino, exponga esto en una obra que lleva el mismo título que aquella, en donde San Agustín, habla de ese hallazgo de Dios en el fondo de nuestro corazón: Confesiones.

¿Y cuál es la consecuencia de desplazar a Dios en este conocimiento de nosotros mismos? Diría que, en primer lugar, el desencanto y, en segundo lugar, la hipertrofia de nuestros gustos como criterio de legitimación de nuestra vida, de nuestras decisiones e incluso de nuestro modo de ver las cosas políticas.

Dije más arriba que, el género literario de la novela, es impensable en la cultura antigua e incluso en la medieval, porque el protagonista de la novela es solo humano. Pues bien, lentamente nos hemos ido deslizando a una preocupación por nuestra ‘identidad’, es decir, al hallazgo de lo igual a nosotros mismos.

Incluso la política del siglo XXI ya no es concebida como una lucha entre derecha e izquierda, sino como instrumento de reivindicación ‘identitaria’; nada más alejado del centro divino que nos habita.

Desalojar a Dios de nosotros mismos es muy fácil, ya que su modo de obrar es silencioso; algunos se quejan a veces, de que es demasiado silencioso, pero, ¿no será que nosotros amamos excesivamente el ruido? El niño-Dios nace de noche, en silencio, en un lugar oculto, indefenso, frágil y es así como está presente en nuestras vidas.

Conocernos a nosotros mismos entonces, es una exigencia de alta moral, como intuía Sócrates, pero esto implica que, en este tiempo de celebración de nacimientos, seamos capaces de recrear en nosotros la humildad, el silencio y la reverencia que debemos a esa presencia divina en nosotros.

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