Gabriel Centeno Andía
Alfredo Huanca asegura que, despertó a la vida lustrando zapatos. A los 9 años, merodeaba por el centro histórico de Arequipa en busca de clientes. No podía atreverse a pisar la plaza de Armas, pues era un lugar reservado para los lustrabotas adultos que incluso, estaban sindicalizados.
Su primer cajón lo hizo él. No era bonito, pero servía; sin embargo, decidió alquilar uno hecho por un carpintero y al no lograr pagarlo, se vio obligado a alejarse de ese oficio un tiempo, para empezar a sacarle brillo a su vida, aunque ello demandó más sacrificio.
Una vida sin brillo
Desde pequeño durmió en la calle. Conocía casi todos los lugares del Cercado, donde podía cobijarse para mitigar las inclemencias del frío arequipeño. Alfredo durmió por la avenida La Marina, los tambos del centro histórico, el parque Selva Alegre, por la parada del colegio Independencia y hasta en una de las bancas de la plaza de Armas.
Precisamente fue en ese lugar, donde alguna vez fue interceptado por la policía y al no tener información de sus padres, fue conducido a la comisaría y luego al hogar de menores Alfonso Ugarte, donde vivió casi un año. “Hasta ese momento, yo no sabía que era un segundo o un postre. Cuando me dijeron que vaya a almorzar, fui con mi bandeja y me dieron sopa, segundo y postre. Yo pensé que eso sí era vida”, recuerda.
Alfredo creció con sus padrinos, aunque él pensaba que eran sus padres. Fueron ellos quienes lo sacaron del hogar de menores cuando tenía 16 años; luego ingresó al cuartel, donde se desempeñó como furriel de compañía y aprendió a escribir a máquina, para redactar los documentos que le solicitaban sus superiores. “Yo quería quedarme en el cuartel”, asegura, pero no pudo reengancharse y su vida militar terminó, antes de cumplir la mayoría de edad. Ese no era su destino.
Casi al cumplir 18 años, les pidió a sus ‘padres’ su partida de nacimiento, para tramitar la libreta electoral. Ellos le dijeron que no la tenían y lo enviaron a la iglesia del Pilar a solicitar su certificado de bautizo. Allí supo los nombres de sus verdaderos padres, incluso, le dijeron dónde podía encontrar a su papá.
“Caminé por horas hasta que llegué a un cementerio. Lo único que vi de mi papá, fue la cruz sobre su nicho con su nombre: Faustino”, recuerda llorando. Su madre, según le contaron, los abandonó.
En ese momento, la vida de Alfredo cambió. Fue un golpe que lo desvió del camino correcto. “Empecé a tomar y a meterme en problemas. Me ‘torcí’, pero son etapas que quemé”, asegura, pero no olvida su ingreso al penal de Siglo XX por un robo. Pudo salir con libertad condicional y luego de un tiempo, se mudó a Lima, donde hizo de todo para salir adelante. Eso sí, todo conforme a ley.
Nuevo comienzo
Un día, cuando se disponía a salir y vender sus choclos y papas con queso, vio una fila de asientos cerca al parque Universitario, donde unos lustrabotas trabajaban. Tenían gran acogida y las personas esperaban para ser atendidos. “Me acerqué y les pedí una oportunidad. Les conté que fui cajonero de niño y me dieron la ‘chamba’, pero luego de un año de conocer el negocio y la técnica, lo traje para Arequipa”, sostiene.
El primer puesto, lo instaló entre las calles Pizarro y Santo Domingo. Puso dos asientos y empezó a hacer lo suyo. Hacía magia y el brillo que sacaba a los zapatos, era espectacular. Muchos de sus clientes se bajan del asiento y a brincos subían a un taxi, para llegar a sus reuniones. “Yo me reía de ver a los clientes haciendo eso”, dice.
Luego de casi 20 años, lo sacaron ‘a la mala’ del lugar. No pudo referir a sus clientes y los perdió; sin embargo, instaló un nuevo puesto. Regresó al penal Siglo XX, pero ya no a la cárcel, sino al frontis, donde instaló asientos para atender a sus clientes. Su fuerte ya no era lustrar zapatos, sino el tratamiento del calzado de gamuza que aprendió en la capital. “Era el único que sabía esa técnica y me buscaban por eso, además era más rentable que la lustrada convencional”, asegura.
Pero Alfredo no se conformaba con su negocio y además, era chofer de camiones de carga que daba un ingreso adicional. “En uno de mis viajes, me llama mi esposa para decirme que, mis tres trabajadores se habían ido al Panorámico a trabajar. Yo me quedé ‘picón’ y solo pensé en cómo mejorar mi negocio para que sea diferente”, asegura.
Se prestó 500 soles de la Caja Municipal de Arequipa e impulsó su negocio. Puso televisores frente a los asientos, implementó el delivery y le dio un giro de 180 grados a lo que hacía. Fue un golazo y su innovación, trascendió en los medios nacionales, y hasta llegó a ser contratado en el Congreso de la República. “Pero no era lo mío, así que me fui luego de un mes”, recuerda.
Alfredo Huanca fue cajonero, estibador, vendedor, chofer de camiones, constructor y dio, también, por ‘malos pasos’. “Y todo me ha servido en la vida. He aprendido y hay cosas que definitivamente no volvería a hacer. A mí no me avergüenza mi vida”, dice convencido.
La pandemia se llevó el brillo
El año 2020, fue clave para el ‘mago’. Se propuso —con su familia— pagar todas las deudas y programar algún viaje, para disfrutar un poco su esfuerzo. Ese año se compró un auto, pero al no tener ingresos y urgirle el pago de sus deudas, decidió venderlo para cumplir con sus compromisos.
“Pero la pandemia es un episodio más en mi vida. Ha sido complicado, más creo que, he nacido para superar esas situaciones”, refiere. Actualmente, tiene cinco hijos que son su orgullo y a quienes intenta ayudar para que salgan adelante.
Los locales de Los Magos del Brillo, que administra Alfredo, se ubican en la avenida Dolores y el pasaje Santa Rosa 211, donde —casi siempre— lo suelen encontrar con una sonrisa sincera. Alfredo es un patrimonio vivo de la ciudad, pues conoce la evolución del centro histórico.
A sus 67 años, celebrará en breve, 44 años de su emprendimiento. Es un gran esfuerzo con el que logró sacar a su familia adelante y como alguna vez le dijeron, “si todos los peruanos fueran un poquito como tú, el Perú sería otra cosa”.
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