Manuel Ugarte Cornejo
Que un filósofo ateo explique la esperanza de la Navidad podría resultar difícil de creer, pero que ese filósofo, además, sea marxista y se llame Jean-Paul Sartre sería prácticamente imposible. Sin embargo, esto es tan cierto como que Dios escribe derecho con líneas torcidas.
El padre del existencialismo francés, quien no solo era ateo, sino también anticristiano, escribió una obra navideña titulada Barioná, el hijo del trueno. Esta es su primera pieza teatral, que creó en 1940 mientras se encontraba preso en Stalag 12, un campo de concentración alemán.
La historia
Sartre escribió esta historia para mantener viva en sus compañeros la esperanza que flaqueaba en cautiverio. Y lo hizo tan bien que hasta un reconocido teólogo francés, René Laurentin, llegó a decir de él: “Sartre, ateo deliberado, me ha hecho ver mejor que nadie, si exceptuamos los evangelios, el misterio de la Navidad. Por esa razón le guardo un inmenso reconocimiento”.
La trama se remonta a la época de María y José, con una historia que protagoniza el zelote Barioná, quien ha perdido toda esperanza y ha decidido que nadie de su pueblo tendrá hijos nunca más para así hacer desaparecer a su raza y no sufrir más bajo el duro sometimiento romano.
Sin embargo, una noticia complicará su situación familiar y de líder: su esposa está embarazada. Así, la paradoja lo enfrentará al sufrimiento y la redención que trae el amor, en una noche en la que nace un niño especial al que él conocerá.
¿Sartre creyente?
Pues no. Él mismo dijo que “no significa que la dirección de mi pensamiento haya cambiado ni siquiera por un momento durante el cautiverio”. Y también explicó que “se trataba simplemente, de acuerdo con los sacerdotes prisioneros, de encontrar un tema que pudiera hacer realidad, esa noche de Navidad, la unión más amplia posible entre cristianos y no creyentes”.
Sin ser creyente, Sartre quiso transmitir esperanza a sus compañeros y no encontró mejor tema que el de la Navidad; y se comprometió tanto con esta idea que —aunque parezca imposible de creer— él mismo actuó como el rey Baltasar en la puesta en escena, ante doce mil prisioneros.
Cuando lo cristiano permanece
Barioná no podría considerarse una obra cristiana. Así lo explican varios comentaristas, como David Amado Fernández, a quien le “parece que lo más que se puede decir es que abre la puerta a la esperanza como lo único que puede dar sentido a la libertad del hombre”.
Sin embargo, aunque no sea una obra cristiana no hubiera sido posible sin el humus cultural cristiano que subyace en toda la cultura europea. La razón es que, dice Fernández, “si en Europa todavía quedan ganas de vivir y de hacer algo es porque el cristianismo sigue presente”.
Por su parte, Fernando Vaquero Oroquieta, comentarista también, explica que “la persecución radical de la libertad del hombre y una apertura a algún tipo de esperanza fueron actitudes constantes en la vida y la producción literaria de Sartre”.
En ese sentido, encuentra motivos para señalar que “también Sartre, feroz demagogo anticristiano, anhelaba las respuestas que su corazón, al igual que el de cada hombre a lo largo de la historia, exigía”.
Barioná: Un fragmento
“La Virgen está pálida y mira al niño. Lo que habría que describir de su cara es una reverencia llena de ansiedad que no ha aparecido más que una vez en una cara humana. Y es que Cristo es su hijo, carne de su carne y fruto de sus entrañas. Durante nueve meses lo llevó en su seno, le dará el pecho y su leche se convertirá en sangre divina.
De vez en cuando la tentación es tan fuerte que se olvida de que Él es Dios. Le estrecha entre sus brazos y le dice: “¡Mi pequeño!”. Pero en otros momentos, se queda sin habla y piensa: “Dios está ahí”. Y le atenaza un temor reverencial ante este Dios mudo, ante este niño que infunde respeto.
Y es una dura prueba para una madre tener vergüenza de sí misma y de su condición humana delante de su hijo. Aunque yo pienso que hay también otros momentos, rápidos y resbaladizos, en los que siente, a la vez, que Cristo, su hijo, suyo, es su pequeño, y es Dios. Le mira y piensa: “Este Dios es mi hijo. Esta carne divina es mi carne. Está hecha de mí.
Tiene mis ojos y la forma de su boca es la de la mía. Se parece a mí. Es Dios y se parece a mí. Y ninguna mujer, jamás, ha tenido así a su Dios para ella sola. Un Dios muy pequeñito al que se puede coger en brazos y cubrir de besos, un Dios caliente que sonríe y que respira, un Dios al que se puede tocar; y que sonríe.
Es en uno de esos momentos cuando pintaría yo a María si fuera pintor. Y trataría de plasmar el aire de atrevimiento tierno y tímido con que ella adelanta el dedo para tocar la piel pequeña y suave de este niño-Dios, cuyo peso tibio siente sobre sus rodillas y que le sonríe”.
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