Víctor Condori
Historiador
Cuando Simón Bolívar visitó la ciudad de Arequipa, en mayo de 1825, se encontró con una división del ejército colombiano compuesta por cerca de 3500 hombres, los mismos que fueron posteriormente distribuidos en las diferentes ciudades y puertos del departamento.
Sin embargo, este número habría de reducirse a lo largo de los siguientes meses, a causa del traslado de algunos contingentes a Lima o su regreso definitivo a la Gran Colombia; al punto de que, para noviembre de 1826, sólo quedarían en el departamento el batallón Pichicha, el escuadrón de Húsares de Colombia, el batallón Vencedor y un piquete de soldados del batallón Rifles.
Iguales cambios ocurrirían en la jefatura de esta división. Inicialmente, el jefe de ella fue el general Jacinto Lara, quien estuvo al frente hasta abril de 1826, cuando se hizo cargo de la comandancia general del ejército colombiano en Lima, dejando la posta al irlandés Arturo Sandes, antiguo jefe del batallón Rifles y después de él, al coronel José Leal.
Durante los dos años de residencia en la región, la convivencia fue siempre bastante tensa, particularmente entre los miembros de la élite económica y política de la ciudad, los cuales verían a esta división prácticamente como un “ejército de ocupación”.
Algo que no ocurriría con los miembros de las clases bajas de la ciudad, donde incluso se presentaron matrimonios entre damas arequipeñas y no pocos soldados colombianos; tantos que, en agosto de 1825, el Libertador ordenó al general Lara que no otorgue ninguna licencia matrimonial, “sin el previo consentimiento de S. E.”.
Ante el temor de que muchos soldados no regresen a la Gran Colombia, el propio Bolívar tuvo que revocar una autorización dada un tiempo atrás, donde concedía “permiso a los jefes y oficiales de su división para que se casasen los que quisiesen hacerlo”.
El ejército colombiano y la criminalidad
Si bien durante los primeros años de vida republicana la ciudad de Arequipa experimentaría un crecimiento de la criminalidad —básicamente robos y asesinatos—, en muy raras ocasiones tales actos estuvieron relacionados con tropas colombianas y en los pocos casos que se conocieron, las autoridades ordenarían el inmediato procesamiento y los culpables terminaron condenados a la pena capital.
Ello, a raíz de una ordenanza dada por el Libertador en mayo de 1824, donde establecía que, “cualquier individuo del que violentase los pueblos e hiciese armas contra sus gobernadores o alcaldes sería juzgado en consejo de guerra y castigado con todo el rigor”.
Ahora, para poder limitar la actividad de las bandas delincuenciales, que comenzaban a multiplicarse dentro y fuera de la ciudad, muchas de ellas integradas por desertores y licenciados del ejército patriota o realista, en septiembre de 1825, el Consejo de Gobierno dio un decreto supremo prohibiendo el uso de insignias militares por parte de la población, “sin corresponderles”.
De otro lado, muy consciente de los abusos o excesos que los miembros de este ejército en posesión de sus armas pudieran cometer contra la población indefensa, el Libertador ordenó en octubre de ese año, que todos los suministros y forrajes que necesiten las tropas que marchaban dentro de la provincia, debían ser contratados primero por sus respectivos comisarios, y cada cual nombraría un oficial para encargarse de las compras.
De manera complementaria, se estableció que:
Cuanto individuo militar salga con comisión de cualquier punto del departamento de cargo(…) lleve precisamente el dinero necesario para pagar las postas en todo el tiempo que dure aquella comisión; y que si, como no es de temer, algún oficial contraviniere lo dispuesto sea aprehendido por las justicias de los pueblos y remitido al jefe militar más inmediato para que este lo haga juzgar y castigar como a infractor de la ley.
Una de las ventajas con las que contaba el Libertador, en pro de mantener controladas y vigiladas a las tropas colombianas en la ciudad de Arequipa, estuvo relacionada no sólo con la presencia del prefecto Antonio Gutiérrez de la Fuente, quien era muy cercano a los soldados y sus oficiales, sino a la presencia del propio comandante de este cuerpo, el general Juan Jacinto Lara.
El general Jacinto Lara
Se trataba de un curtido militar, quien desde 1810 había participado en todas las campañas encabezadas por Bolívar, tanto en Nueva Granada, Venezuela y Quito, como en el Perú. Una de sus principales características, además de su valentía en el campo de batalla, era su disciplina y gran severidad.
Así también fue resaltado por las autoridades y algunos vecinos de la localidad. Luego de conocerse la noticia de su traslado a la ciudad de Lima, se publicó en el periódico El Republicano un artículo donde le ofrecían, “la particular gratitud de los arequipeños por su amor al país y por la rigurosa disciplina que ha hecho observar en las tropas de su mando”.
En ese mismo sentido, se puede leer también la carta que en junio de 1825, escribió desde Arequipa el secretario del Libertador, coronel José Gabriel Pérez al ministro de Gobierno del Perú, con respecto a la situación de las fuerzas colombianas comandadas por el general Lara:
La división de Colombia que guarnece este Departamento, está en el mejor pie de disciplina, y S. E. está altamente satisfecho de los jefes y oficiales que la mandan, y de la comportación de la tropa, que no ha cometido ninguna falta, y que no hay un solo habitante que se queje de ella.
Como la disciplina de los soldados no se lograba sólo con buen trato o castigos severos, las autoridades nacionales buscaron comprometerlos con la solución de algunos problemas muy sensibles a los intereses del gobierno local, como, por ejemplo, el contrabando. Es decir, vieron en el ejército colombiano un instrumento útil para luchar contra el persistente comercio ilícito, que era practicado de manera incontenible en casi todos los puertos y caletas del departamento.
Según lo proyectado por el gobierno dictatorial, los soldados debían estar organizados en partidas, “que deben ir a cargo de oficiales y sargentos de la mayor honradez”. Lamentablemente, el temprano regreso de Bolívar a la Gran Colombia y la indecisión de algunas autoridades locales, no permitieron la realización de tal proyecto.
La salida de las tropas colombianas
Muy a pesar de todas estas consideraciones, al final, la imagen del ejército colombiano dentro de la sociedad arequipeña estuvo directamente relacionada con el nivel de aceptación o rechazo del propio régimen bolivariano; y dicha imagen, lamentablemente, se fue debilitando a lo largo de 1826 y se acentuaría aún más, luego del retiro del Libertador en septiembre de ese mismo año.
Así, en enero de 1827, las tropas colombianas acantonadas en Lima en número cercano a 3000 se amotinaron al mando del coronel José Bustamante, después de capturar a su comandante en jefe, general Jacinto Lara y sus altos oficiales. Luego de una rápida negociación con el general Andrés de Santa Cruz, presidente del Consejo de Gobierno del Perú, acordaron su repatriación a la Gran Colombia, previa cancelación de sus haberes.
Conocida la noticia en Arequipa, algunos capitanes de la primera división colombiana buscaron organizar un levantamiento similar al ocurrido en Lima, pero fracasarían gracias a la rápida intervención del prefecto Gutiérrez de la Fuente, quien resolvió enviarlos inmediatamente a la vecina república de Bolivia, presidida entonces por el mariscal Antonio José de Sucre.
Para ese fin, les proveyó de alimentos, mulas y burros de tal forma que no permitió que se quedaran ni los enfermos. Según relata el comerciante inglés Samuel Haigh, presente en Arequipa durante esos días:
Vi salir toda la división de la ciudad manifestando grande alegría. Al pasar los soldados, los habitantes, unas veces aplaudían y otros proferían gritos de burla según las respectivas opiniones; las tropas contestaban con gritos de “Viva la patria” o “mueran los peruanos”, correspondiendo a las manifestaciones diferentes; y así en una tarde, todos los soldados colombianos evacuaron la ciudad.
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