Víctor Condori
Historiador
Se ha señalado con frecuencia que, la Capitulación de Ayacucho, firmada por los jefes patriotas y realistas en diciembre de 1824, muy a pesar del triunfo de los primeros, fue a excepción del primer artículo, ampliamente favorable a los segundos.
Por ejemplo, el artículo 2.°, indicaba que todo individuo del ejército español si deseaba regresar a su patria, podía hacerlo a cuenta del Estado peruano, que se obligaba a pagarle los respectivos pasajes; y en tanto eso ocurría, le abonaría sus sueldos, aunque sólo por la mitad. Igualmente, el artículo 3.° indicaba que, todos los militares realistas, decididos a establecerse en el Perú podrían ser admitidos en el ejército nacional.
Respecto a aquellos individuos que, no siendo militares, defendieron hasta el final el sistema colonial, el artículo 5.° manifestaba que, ninguna de estas personas “será incomodada por sus opiniones anteriores, aun cuando haya hecho servicios señalados a favor de la causa del rey”.
En la misma medida a lo planteado en relación a los militares derrotados, los empleados y funcionarios del extinto régimen colonial, quedarían “confirmados en sus respectivos destinos, si quieren continuar en ellos”, hacía referencia el artículo 9.°.
Todo ello, a cambio de no levantar las armas nuevamente contra la América independiente, ni dirigirse “a punto alguno de la América que esté ocupado por las armas españolas”.
El cumplimiento de la Capitulación
Ahora, si nos atenemos a las medidas que en general se adoptaron sobre este tema por parte del gobierno dictatorial, pareciera que al final, la Capitulación no fue tan favorable o beneficiosa para los vencidos, salvo en algunos aspectos muy puntuales, como, asegurarles el transporte hasta la península y el pago de sus medios salarios; aunque, únicamente por los meses de diciembre, enero y febrero.
Así, cuando en mayo de 1825, dos generales, cinco coroneles, dos tenientes coroneles y seis subalternos españoles solicitaron al Libertador Simón Bolívar, entonces en la ciudad de Arequipa, la entrega de pasaportes para embarcarse a Europa y una solicitud de casi 10 000 pesos, “de sus medias pagas atrasadas hasta hoy”; el jefe de Estado, sólo aceptó pagar los meses correspondientes.
En ese mismo sentido, Bolívar aclaró la situación al mariscal de campo español, Antonio María Álvarez Thomas, último presidente de la Audiencia del Cuzco, quien en ese mes de mayo había solicitado la cancelación de su salario correspondiente a enero y el pago de pasajes con dirección a la península, tanto para él como su familia. Esta última petición fue denegada, en razón de no estar “estipulado en Ayacucho”.
Si bien, en el mencionado acuerdo estuvieron comprendidos soldados de rango inferior, el grueso de los capitulados que marcharon hacia España, lo conformaron altos jefes y oficiales, como el virrey José de La Serna y sus principales generales, quienes se embarcaron en el puerto de Quilca, con dirección al Cabo de Hornos.
Mientras, otro grupo, entre los que se podía encontrar a los brigadieres Andrés García Camba y Mateo Ramírez, lo hicieron con destino a Filipinas, entonces, la principal colonia hispana de Asia.
Para las autoridades peruanas y arequipeñas en particular, no se trató de una tarea sencilla el embarcar a los capitulados hacia Europa, primero, por el alto número de solicitantes; segundo, por la falta de suficientes navíos, de cualquier nacionalidad; tercero, por el alto costo de los pasajes y finalmente, por la falta de fondos de la tesorería local.
Por ejemplo, para cubrir el valor de los pasajes de 27 oficiales, dos asistentes y una criada, “comprendidos en la capitulación de Ayacucho”, la tesorería de Arequipa tuvo que desembolsar a mediados de 1825 la suma de 13 400 pesos; y una cifra mucho mayor, por concepto de flete de la fragata “Egan”, que llevaría a Europa “ochenta oficiales y diez soldados capitulados”.
Los capitulados y las tempranas rebeliones
Uno de los principales temores del Libertador con respecto a los soldados y oficiales capitulados era que, en medio del desorden buscaran agruparse militarmente o peor aún, participar en algún motín o revuelta temprana. Esto, aprovechando la situación de tensión bélica que existía en Lima, a causa de la obstinada resistencia militar de algunos oficiales realistas atrincherados en los castillos del Real Felipe del Callao, liderados por el brigadier José Ramón Rodil.
No eran temores injustificados. A lo largo de la costa entre Ica y Tarapacá en los primeros meses de 1825, se tendría noticia de algunos levantamientos de soldados realistas, quienes, sin destino fijo ni autoridad que los mande, deambulaban por algunos valles y pueblos próximos a Arica, Moquegua y Arequipa, dedicados al robo y saqueo de propiedades.
Aunque se trataría mayormente de tropas licenciadas, al parecer estuvieron comprometidos soldados capitulados e incluso algunos jefes españoles. Por tal motivo, el Libertador ordenó, por un lado, el envío de tropas para perseguir, capturar y condenar a muerte a los amotinados y por el otro, el distanciamiento de los capitulados a lo largo de la costa central, antes de su reembarque.
A pesar de todas estas medidas y previsiones, la región de Ica se convirtió en punto de gran inestabilidad. A mediados de 1825, se registrarían “varias conspiraciones y motines en el regimiento de dragones del Perú” y aunque, estuvieron motivadas por distintos factores, como el atraso en sus pagos o el abandono material, las autoridades bolivarianas no descartaron la presencia de algunos soldados y oficiales capitulados.
Con respecto a los capitulados residentes en otras ciudades se ordenó que debían ser vigilados muy de cerca y aquellos que se considere más peligrosos, “se remitieran a Huánuco en donde permanecerían confinados”, hasta la rendición de los Castillos del Callao.
En definitiva, para el Dictador del Perú, el verdadero factor de inestabilidad y desorden político eran los capitulados y no tanto, su favoritismo o autoritarismo. Por ello decía:
En vano dictó la generosidad la capitulación de Ayacucho; la nobleza de los sentimientos americanos no ha hecho más que provocar la perfidia de los españoles quienes aún no han extinguido su odio a la libertad, convierten en nuestro daño la paz y los bienes que les hemos conseguido.
Incumplimiento de las capitulaciones
De otro lado, para el sentir del Libertador caraqueño, tan fastidiosa como la presencia de soldados realistas en el Perú, eran aquellas comunidades que habían servido y defendido el sistema monárquico hasta las últimas consecuencias y cuyas simpatías políticas no cambiaron en lo más mínimo luego de la firma de la Capitulación de Ayacucho.
Ello explicaría, por ejemplo, el poco aprecio que tuvo por la ciudad de Arequipa durante su visita, no obstante, los notables esfuerzos realizados por su élite con el fin de agradarle.
Así, en carta dirigida a Hipólito Unanue en julio de 1825, le confesaba, “Arequipa está llena de godos y egoístas: (le) aseguro a usted que, con toda la prevención favorable que les tenía, no me han gustado. Es el pueblo que menos ha sufrido por la patria, y el que menos la quiere”.
Sin embargo, mucho más drástica fue la posición que adoptaría el Libertador con relación a algunos antiguos realistas, muy a pesar de lo establecido en la referida Capitulación.
Cuando arribó al pueblo de Caravelí en mayo de 1825, Bolívar se enteró de que uno de los vecinos un tal N. de Val, era coronel de milicias “de esos valles en tiempo del gobierno español”; por tal motivo, le impuso una contribución de 2000 pesos fuertes, los mismos que debían ser cobrados por el prefecto.
De la misma forma, cuando Bolívar se enteró de que Tadeo Garate, antiguo diputado a Cortes e intendente de Puno, no había entregado la suma de 10 000 pesos que se le había asignado como parte de una contribución, ordenó al prefecto Gutiérrez de la Fuente exigir su inmediata cancelación, “poniéndolo en prisión hasta que cumpla”.
Pero, Garate no fue la única autoridad realista señalada por una contribución, dentro de este desafortunado grupo estuvo el último intendente de Arequipa Juan Bautista de Lavalle, a quien se le asignó la suma de 3000 pesos de los 150 000 exigidos al departamento.
Curiosamente, tanto Lavalle, como Garate y el abogado José María Corbacho estuvieron incluidos en la lista de personas no gratas al Libertador, por tal motivo, en julio de 1825 ordenó que, “sean remitidos a España directamente, si es posible y cuando no a otro punto de Europa”.
Respecto a sus gastos y a diferencia de los capitulados, ellos mismos tendrían que costeárselos, en caso contrario, “se proceda a la venta de los que se les descubran”, indicaba el decreto. Al final, sólo Garate y Corbacho marcharían al exilio, el primero para siempre, mientras Lavalle continuaría algunos meses en la ciudad, para luego trasladarse a Lima, donde era vecino y propietario.
Esta animadversión con los antiguos funcionarios realistas, se extendió también contra los empleados civiles y militares capitulados, en vista de que, algunas autoridades políticas, como los generales Andrés de Santa Cruz y Agustín Gamarra, habían contratado a no pocos antiguos oficiales del ejército español.
Todo lo cual fue rechazado de plano por el Libertador a través de un decreto, donde señalaría que, “ningún oficial capitulado sea admitido al servicio de la República, ni colocado en ningún mando político, civil ni militar”. En una carta enviada al general Sucre en mayo de 1825, explicaba sus razones:
Seguramente sería para SE, satisfactorio poder emplear a los capitulados y darles en el Perú con una patria una subsistencia; pero cuando los hijos legítimos no tienen de qué vivir, no tienen lugar los adoptivos.
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