Juan David Quiceno Osorio
Profesor del Departamento de Humanidades de la Universidad Católica San Pablo
En estos tiempos de pospandemia, en donde distintas actividades humanas han encontrado la comodidad de la vida online, ante la proliferación de programas virtuales, parece importante preguntarse ¿qué perdemos con la educación virtual? ¿Cuál es el riesgo para aquellos que buscan tener un grado profesional a través de este medio? Y ¿por qué resulta tan importante, a veces inconscientemente, la presencialidad?
Estas preguntas tienen sentido porque de manera intuitiva uno tiende a responder que hoy, la educación virtual no tiene la misma calidad que la educación presencial, por lo menos en el colegio y en el grado universitario. Es, probablemente, esa incipiente intuición una certeza para aquel gran número de escolares y universitarios que llevaron sus estudios de forma virtual durante la pandemia, y también para muchas instituciones educativas y el mercado laboral.
Ahora, la pregunta siguiente es ¿por qué sucede esto? Si bien proliferan muchas respuestas desde diversas ópticas de las ciencias, también podemos plantear aquí algunos aspectos filosóficos que pueden ayudar a pensar el asunto, sin demonizar la educación virtual.
Nadie duda de la interconectividad que posibilita la virtualidad. Tampoco de que estudiantes que quieren acceder a educación con mayor reputación fuera del lugar de residencia (nacional o internacional), puedan hacerlo. Asimismo, el sistema educativo podría llegar a nuevos estudiantes y darles la posibilidad de aprender mientras ellos continúan con sus calendarios, trabajos u obligaciones.
Ahora, vamos al punto. La educación virtual es, en primer lugar, de menos calidad por una razón de carácter meramente pedagógico: el entorno virtual se parece más a la radio que a un entorno de aprendizaje. Es decir, se cocina, se almuerza, se conversa con los amigos, mientras la clase corre como un fondo que se puede escuchar sin poner demasiada atención.
En ese sentido, como sucederá con la inteligencia artificial, el estudiante se centra en el mensaje y no en el mensajero. La historia ilustrada se repite nuevamente, a pesar de que educativamente ha sido demostrado que es un fracaso: “El ser humano es una hoja blanca que se rellena de contenido”. Allí, no tiene cómo aparecer lo propiamente humano; por ello, las máquinas reemplazarán fácilmente estos inocentes y acríticos procesos.
Otro aspecto clave que evidencia la menor calidad de la educación virtual es que, al no centrarse en el mensajero, se pierden los vínculos y relaciones positivas que posibilitan el conocimiento, los cuales son un aspecto humano esencial.
¡Eso es precisamente lo que aporta la presencialidad! Ojos que miran atentamente, oídos que escuchan con profundidad, risas que ayudan a captar el error y enojos que advierten de la falta de disciplina. La educación debe evitar a toda costa ser anónima. El compromiso, base clásica para cualquier tipo de formación, sólo surge en la capacidad de acceder en el cara a cara a la historia del otro.
Honestamente, debe ser una preocupación que la masificación virtual se convierta en un negocio que dañe profundamente la educación. Que sigamos pensando que educar es un producto más del mercado que responde a las leyes de la oferta y la demanda. Hoy, algunas compañías crecen de esa forma. Hay que recordar siempre, aunque la ecuación sea engañosa, que sembrar a corto plazo no se paga en el futuro, sino en el presente del país.
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