Rafael Longhi
Historiador
Referirse al tema de identidad cultural es como hablar de la electricidad: todos pueden sentirla pero es muy difícil definirla. Se trata de un asunto bastante complejo y esto tal vez se deba a que no estemos ante algo tan concreto como muchas veces se asume, sino más bien ante la percepción que cada quién tiene respecto a una serie de elementos que pueden considerarse de manera, más o menos consensual, comunes a un grupo determinado de personas.
Es una construcción ideológica cobijada en el imaginario colectivo y que se da como resultado de un proceso histórico prolongado, dinámico y cambiante, que lentamente va amalgamando aportes de diversas índoles hasta ir configurando un sentido identitario y de pertenencia sobre una serie de manifestaciones culturales que se asumen como particulares e inherentes por parte un determinado grupo humano.
Para el caso de Arequipa, podemos distinguir dos grandes vertientes fundacionales de su identidad cultural: la hispana y la andina ancestral, unidas por una suerte de sincretismo que da como resultado un nuevo orden cultural, en el que se pueden distinguir aportes de ambas pero que, al mismo tiempo, encarna una realidad distinta e independiente, algo así como la situación que representan los hijos con respecto a sus padres, entre quienes podrán existir muchos parecidos pero, definitivamente, se trata de personas diferentes y totalmente independientes.
En tal sentido se puede notar que no somos españoles, aunque tenemos muchos aportes de ellos, los que no necesariamente son de origen peninsular, puesto que provienen de lugares tan remotos como Asia, África y del resto de Europa, con un especial acento en lo árabe.
Pero tampoco podemos decir que somos andinos prehispánicos, de quienes hemos recibido un inmenso legado cuya riqueza solemos reducir restringiéndola únicamente a lo inca.
Lo que sí hubo en el ámbito o que hoy llamamos Arequipa es una gran diversidad de grupos étnicos regionales, algunos como manifestación de naciones extendidas cuyos núcleos se hallaban un tanto distantes como es el caso de los yanahuaras, quienes rendían cuentas a su curaca principal en Cusco, o los collas que hacían lo propio con su sapana o señor principal establecido en el Altiplano.
También estaban los que se consideraban originarios del lugar o llactarunas, como los copoatas de Yumina, los yarabayas de San Lázaro o los puquinas de la zona oriental del valle del Chili, grupo que hablaba una lengua que no era ni quechua ni aymara sino puquina, cuyos topónimos aún son parte de nuestro lenguaje como es el caso de Tiabaya, Socabaya, Mollebaya, Coporaque, entre otros varios, es decir que nuestro ancestro andino está más relacionado con estos antiguos habitantes del Valle del Chili y alrededores que con los propios incas.
Ambos universos en confluencia dieron lugar a uno nuevo, el nuestro, por lo menos en su etapa inicial, porque luego vendrían otros aportes más, a lo mejor no tan determinantes como los anteriores, pero no por ello menos valiosos como veremos a continuación.
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