Carlos Timaná Kure
Director del Centro de Gobierno de la Universidad Católica San Pablo
La delincuencia en el país no solamente se ha convertido en un enemigo de la ciudadanía, sino en un desafío abierto a las instituciones. El reciente atentado con explosivos frente al Ministerio Público, en Trujillo, no es sólo un acto criminal; es una declaración de poder de quienes han decidido operar sin miedo ni consecuencias.
Sin embargo, lo más alarmante no es el accionar de los delincuentes, sino la respuesta —o mejor dicho, la ausencia de ella— por parte de las autoridades. La inacción del gobernador de La Libertad y las declaraciones desafortunadas del ministro del Interior, Juan José Santiváñez, evidencian un desinterés flagrante por el cumplimiento de la ley y la protección de la ciudadanía. Más aún, las recientes observaciones del Ejecutivo a la restitución de la detención preliminar revelan un patrón preocupante: la obstaculización sistemática de los mecanismos necesarios para combatir el crimen.
Bajo el pretexto de las “observaciones técnicas”, el gobierno parece protegerse a sí mismo y, de paso, beneficiar a los criminales que aterrorizan al país. La reorganización de la Diviac y otras acciones similares no son coincidencias aisladas; son indicios de un juego político donde la lealtad interna se premia a costa de la seguridad nacional.
Mientras tanto, el Congreso —que debería fiscalizar y actuar como contrapeso— permanece en un letargo cómodo, más interesado en sacar ventaja política que en cumplir su rol constitucional. La apatía de quienes nos representan no sólo es decepcionante, es peligrosa.
Sin orden público, no hay futuro. Y si quienes tienen el poder de restaurarlo eligen mirar hacia otro lado, todos —ciudadanos e instituciones— seremos arrastrados al abismo.
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