César Félix Sánchez
Parece ser que, como dijimos en nuestro anterior artículo, el COVID-19 está disminuyendo en su ferocidad conforme transcurre agosto. El número de muertos diarios ha disminuido significativamente, no solo en el registro oficial, sino en el del SINADEF. Sin considerar la polémica por la supuesta demora en la entrega de datos por parte de EsSalud, hemos pasado de casi cuarenta muertos diarios a una media de quince e incluso de tres al día. Como era de esperarse, tanto Gustavo Rondón Fudinaga, jefe del Comando COVID, como la ministra Pilar Mazzetti han atribuido a su gestión este posible éxito. Pero más parece obedecer a una probable constante histórica, como lo demostramos en el artículo anterior comparando la curva de esta epidemia con la de la gripe española que llegaría a nuestra ciudad en 1919 y cuya ferocidad también disminuyó notablemente para la quincena de agosto.
Más aún, cuando revisamos una de las primeras grandes epidemia de la historia de Arequipa, el famoso vómito negro de 1604 que transformó la ciudad “en un campo de humanos despojos”, descubrimos que alcanzó su cenit también en el mes de agosto, “fecha pavorosa evocadora de miles de cuadros sombríos que la tradición conserva”. Zamácola atribuye la enfermedad a unos “vientos sures, calientes y fétidos” que enrarecieron el éter.
La sintomatología de aquella peste despertó en los estudiosos posteriores un debate: una “insólita laxitud”, sordera, falta de apetito, angustia, fiebre, desvanecimientos y un vómito oscuro. Para James Dickson Hunter se trataría del cólera, pero Edmundo Escomel sostuvo contra esta opinión que los gérmenes de aquella enfermedad no podrían sobrevivir en altura ni en un clima templado con tendencia a enfriar. Hunter replicó que la experiencia de la India Oriental y los Himalayas sostenía lo contrario. Lo cierto es que la enfermedad cesó también en agosto, el 28, fiesta de San Agustín, en el momento en que una procesión de la Virgen de la Candelaria de Cayma, expresamente convocada por el cabildo eclesiástico de Arequipa, cruzaba el puente viejo, actual puente Bolognesi, para ir hacia la plaza de armas. A partir de esa fecha, se estableció una famosa romería en acción de gracias que desaparecería (junto con tantas cosas valiosas) en la segunda mitad del siglo XX.
Pero quizá la más extraña epidemia del periodo virreinal fue la misteriosa peste que entre 1717 y 1720 atacó a Sudamérica y que causaría especial estrago en Arequipa en 1718. Ventura Travada, es decir, Buenaventura Fernández de Córdoba y Peredo (1695-1758), primer gran escritor e historiador arequipeño, que era un bachiller de veintitrés años a la sazón, fue testigo presencial de aquellos acontecimientos: “desembarcó en Buenos Ayres un Navío Ynglés con una Partida de Negros, y siendo embarcación que sopló el frío Aquilón, no debía esperarse cosa buena. Sirbió de Lastre a su Buque una de las más Crueles Pestes, que ha visto el Mundo, que Cundiendo en este vastísimo Reyno murieron en el más de la tercia parte de Gente”. Los síntomas son descritos por Travada de la siguiente forma: “El aparato de tan universal enfermedad por lo general era un catharro con muchas recaídas y los más echando sangre por las Narices, pero con tantas diferencias, que fue incomprehensible su daño a los más diestros médicos y con lo que unos sanaban, morían otros”. Nuestro autor, aunque se confiesa “rígido escéptico en aforismos astrológicos”, nos habla de un eclipse de sol de tres horas que ocurrió el 15 de agosto de 1718 y que, como dice el Liber Pontificalis sobre las causas de una antigua peste en Roma, podría estar detrás de aquella pandemia. Asimismo, Travada apunta que la mortandad fue mayor en indios y negros “y los menos, españoles”.
Por los síntomas descritos, este formidable “catharro” se asemeja a una fiebre hemorrágica, quizá parangonable al temible ébola africano. Los síntomas descritos por Juan Domingo Zamácola, que escribe noventa años después, abundan en ese sentido: “El mal consistía en una grande pesadez y desvanecimientos de cabeza, debilidad en todos los sentidos, el cuerpo dolorido indistintamente en todas partes, laxitud general, sordera, un total abatimiento e inapetencia, sangre por boca y narices y calentura”.
Las causas, según el vascongado cura de Cayma, serían nuevamente los vientos: “Para los meses de Julio, Agosto y Septiembre de mil setecientos y diez y ocho se observaron en Arequipa unos vientos sures muy calientes y sumamente fétidos, que desde luego, dieron ocasión a los más advertidos a temer funestas consecuencias”. Tenemos aquí, entonces, una confirmación más de que el periodo entre julio y septiembre ha sido el de mayor ocurrencia de mortandad durante las grandes epidemias históricas en Arequipa, tanto en 1604, como en 1718 y 1919. El invierno probablemente juegue algún papel al respecto, aunque, como se sabe, siempre ha sido en nuestra ciudad más frío junio –y en algunos casos incluso mayo– que agosto. Los antiguos quizás pensasen más bien en los vientos en que es tan pródigo este mes.
Lo curioso es que esta terrible enfermedad terminó con una suerte de contagio general o “inmunidad de rebaño”: “a fines de Septiembre, apenas quedó sujeto grande y chico, en la ciudad y sus contornos, que no se sintiese tocado del mal”.
Quizás a estos viejos temores tradicionales se deba la antigua costumbre arequipeña, que Víctor Andrés Belaunde llegó todavía a alcanzar, de tomar vacaciones y abandonar la ciudad rumbo a Vítor o Tiabaya, de “fraile a fraile”, es decir, desde la fiesta de santo Domingo de Guzmán el 4 de agosto a la fiesta de san Francisco de Asís el 4 de octubre.
Ciertamente ninguna de estas epidemias amilanó a los arequipeños.
Imagínense, queridos lectores, atestiguar un contagio general de una fiebre hemorrágica de origen africano semejante al ébola y, luego de algún tiempo, volver a la vida cotidiana con la misma laboriosidad de siempre. Y aunque hubo, como es natural, dolor y sufrimiento, también existió un gran espíritu de penitencia, conversión y solidaridad, que también eran puestos a prueba en los constantes terremotos. Zamácola menciona que, en ocasión del terremoto del 13 de mayo de 1784, “las medicinas de las boticas se ofrecieron por los dueños sin estipendio alguno, para que ocurriesen francamente los enfermos”. Qué diferencia con nuestros días de estafas a enfermos con el oxígeno, de clínicas usurarias y de tantos desertores en tantos campos.
Las pestes, como siempre, pasarán, pero la gran panoplia de defectos, que van desde la cobardía más ridícula hasta el egoísmo más cínico, revelados, en especial, por las clases dirigentes y por ciertos liderazgos políticos permanecerán por mucho tiempo más entre nosotros, perjudicando la posibilidad de volver a una vida cívica propiamente humana. Además, algunas gentes ignorantes, intoxicadas por todo género de informaciones para las que no se encontraban preparadas y enfermas de miedo gracias a los medios, han acabado por sucumbir a la locura.
Son los frutos inevitables de una época signada por la falta de profundidad metafísica y de conciencia histórica y la sobreabundancia de noticias efímeras y debates ociosos en los miasmas virtuales.
Urge, por tanto, someter a cuidados intensivos nuestra alma, llenándola de cosas nobles y eternas, como solían hacer los arequipeños de antaño.
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