Max Silva Abbott
Doctor en Derecho
Cuando cursaba estudios de doctorado en España, me tocó trabajar copiando un cúmulo de documentos internacionales en computadora para un libro sobre derechos humanos que se estaba preparando (Textos Internacionales de Derechos Humanos II, 1978-1998, Pamplona, Eunsa, 1998, 2 145 páginas).
Y ya en esa época, me sorprendió la auténtica maraña de textos de todo tipo, extensión y contenido que existían sobre esta materia y a menudo me preguntaba por su utilidad, al ser la gran mayoría de ellos no vinculantes.
Sin embargo, estaba equivocado: pese a no ser vinculantes (pues para serlo se requiere de una aprobación formal del Estado), su influencia es cada vez mayor, al punto que cabría preguntarse dónde ha quedado el consentimiento de los Estados, elemento fundamental en el derecho internacional.
En parte, esto se debe a que resulta común que varios tratados de derechos humanos contemplen la creación de organismos internacionales encargados de interpretarlos y custodiarlos, los cuales, para llevar a cabo sus funciones, elaboran documentos que son presentados como obligatorios, no siendo infrecuente que los Estados los apliquen directamente o que inspiren en ellos leyes o sentencias locales.
Lo anterior no sería tan complejo si no fuera porque los tribunales, los organismos y la doctrina internacional consideran que los tratados de derechos humanos son ‘instrumentos vivos’ que deben ser interpretados de manera evolutiva, dinámica, progresista, finalista y sistemática, entre otras características.
De esta manera, tanto el tenor literal de los tratados como la intención de sus redactores importan cada vez menos y mediante esta ‘interpretación’ se van ‘actualizando’, con lo que la posibilidad de ir alejándose de su genuino sentido resulta más que evidente. Es como si estos organismos dijeran: “El tratado soy yo”.
En consecuencia, puesto que los Estados han suscrito el tratado y han reconocido a esos organismos internacionales, ellos obligan a los países a seguir sus indicaciones respecto de este ‘instrumento vivo’ de manera ciega y continua.
El problema es que este proceso no es controlado por los Estados —resulta imprevisible para ellos—, es cupular y absolutamente antidemocrático. Sin embargo, avanza sin pausa, en buena medida debido a su desconocimiento.
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