Una meditación histórica y geopolítica sobre el Brexit

César Sánchez Martinez
Filósofo

Hace poco más de una semana una noticia remeció al mundo global —ese delirio utópico materializado en el mundo de apariencias de los medios masivos de comunicación y de las redes sociales—: la salida del Reino Unido de la Unión Europea.

El mundo global exige estabilidad; exige reducir la política a lo mínimo y reducir la historia a un conjunto de cumbres, donde los mismos personajes intercambiables de saco y corbata, denominados presidentes o premieres, deciden, muy pacíficamente, los repartos del pastel universal y lo anuncian en conferencias de prensa live. Pero la historia ha regresado de sus vacaciones, por lo menos desde el 2001, para confusión de Francis Fukuyama y otros globalistas.

La unión entre Europa y Gran Bretaña, interrumpida por sucesivos y a veces bastante largos intervalos de insularidad, es un viejo anhelo de ciertas fuerzas discretas con agendas políticas propias, que van más allá de lo inmediato, y que anhelaban desde hace mucho la edificación plena de la civitas homini, es decir, la transformación del hombre en Dios para el hombre mediante la política y la tecnología (mejor aún, de la política transformada en tecnología), ideal explícitamente defendido por el inglés Francis Bacon ya en el siglo XVI. Esta unión geopolítica –cuyo principal objetivo era la destrucción de Roma, tanto la Roma espiritual (el Pontificado), como la temporal (el Sacro Imperio) – tendría como primer hito las bodas de Isabel, la hija del rey inglés Jacobo I, con el elector palatino Federico, líder de los príncipes protestantes, y que sería la chispa inicial de la rebelión bohemia protestante y antiimperial y de la terrible Guerra de los Treinta Años (1618-1648).

Luego, las intervenciones inglesas en el continente se enmarcaron en el deseo de frenar la hegemonía de algunas fuerzas continentales que amenazaban el equilibrio europeo. Pero como demuestran los tratados posteriores a las victorias inglesas luego de las guerras napoleónicas (1795-1815) y de la guerra de Crimea (1853-1855), el objetivo no era aniquilar o absorber a los poderes europeos, sino “volver al equilibrio”.

De ahí que cuando en 1878 las fuerzas rusas imperiales amenazaban tomar Constantinopla y destruir para siempre el Imperio Turco, haya sido Inglaterra la que le soltó un salvavidas a la Sublime Puerta.

Pero las cosas cambiaron en 1914. Aunque al inicio Inglaterra entró a la guerra para defender la neutralidad de Bélgica (defensa condicionada y no obligada, además), cinco años después, Lloyd George, a pesar de las reticencias iniciales, colaboró con el plan franco-wilsoniano de destruir Austria-Hungría y Alemania y reemplazar la búsqueda del equilibrio europeo por la hegemonía absoluta en Europa, a través de un organismo extraño —y con una interesante historia subterránea —llamado Sociedad de Naciones.

En 1945 volvió la idea de equilibrio, pero no respecto de los vencidos (que fueron humillados pero más sabiamente que en 1919), sino respecto de los vencedores. Se le entregó cainitamente media Europa a los soviéticos. Esto, que podría parecer una desgracia a muchos, fue el pretexto final para convencer a los conservadores escépticos –raramente partícipes del entusiasmo “espiritual” de ciertas figuras por un Nuevo Orden Mundial fundando en una Nueva Europa – de la necesidad de una Europa unida ante la amenaza bolchevique.

Entre 1991 y el 2000 parecía que este proyecto –larguísimamente anhelado desde hacía siglos iba a concretarse: una Europa unida, laicista, apátrida y unida solamente por los lazos de una legislación abstracta y una economía boyante. Este sueño ha sufrido un traspié.

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