Tres caras de una sencilla belleza

Jorge Martínez
Filósofo – Docente del Dpto. de Humanidades UCSP

Quisiera relatar tres experiencias que me han conmovido.

La primera de ellas, hace ya muchos años, sucedió cuando recorría la isla de Sicilia. Me llamó la atención la cantidad de pueblitos perdidos, que ni siquiera figuran en las guías turísticas, y que sin embargo vistos desde lejos se veían sencillamente hermosos. Al entrar en ellos, esa impresión se consolidó. Nada espectacular, nada que llevara al visitante al “síndrome de Stendhal”, que recuerda la curiosa perturbación anímica sufrida por el autor francés al contemplar por primera vez la ciudad de Florencia. Su alma no podía soportar tanta belleza. Era como mirar el sol de frente. Nada de eso pasa cuando uno visita aquellos pueblitos, que parecen colgados en las montañas. En la película Cinema Paradiso se ven algunos de ellos que responden a lo que quiero referirme. No hay, aparentemente, una planificación urbana, las casas a menudo pueden ser muy frías en invierno, los materiales son precarios y los baños pueden estar afuera. Sin embargo, nada está fuera de lugar, no hay planchas con marcas de helados haciendo de puertas, cortinas de plástico o neumáticos viejos amontonados a un costado. Hablo de caseríos donde la pobreza tiene allí su lugar natural. Y sin embargo, ¡qué sentido estético el de sus pobladores! ¡Qué importante es la ornamentación con flores, tanto dentro como fuera de las casas! Ellas tienen que estar limpias en sus fachadas, y si no hay dinero para pinturas, una mano de cal cada año estará bien.

La segunda experiencia, remite al testimonio del Padre Pedro Opeka, “el apóstol de la basura”, también llamado “madre Teresa con pantalones”. Basta teclear su nombre en un buscador y allí está toda la información. El Padre Opeka vive en Madagascar, uno de los lugares más pobres de África. Su misión allí, obviamente, no es hacer de los malgaches unos triunfadores en la vida, sino hacerles recuperar la dignidad por medio de cosas muy sencillas, al alcance de la mano, y que no cuestan nada. Por ejemplo, el arreglo estético de las casas. “Las personas que viven ahí sienten ese lugar como propio, se debe fomentar la idea de que las casas son su hogar y que cuanto más lindas estén, van a poder vivir de una manera más digna”, dice el Padre Opeka en un reportaje. El Padre Opeka es, además, un feroz enemigo del “asistencialismo” estatal, ya que sostiene que todo debe hacerse con esfuerzo y convicción.

La tercera experiencia acabo de tenerla viendo por televisión una iniciativa de una oficina menor del gobierno de un país pobre, que propone cortar el pelo y la barba y ayudar con la higiene personal a las personas en situación de calle. Vi cómo un mendigo con su desgreñada y sucia melena, y una barba de años, era sometido a una “operación estética” por unas niñas voluntarias. El resultado fue sencillamente sorprendente incluso para el mismo mendigo, cuya felicidad él no podía describir. Se le notaba como despertando de una larga pesadilla y reencontrándose consigo mismo. Se le veía queriéndose un poquito y prometiéndose tácitamente que nunca volvería a “dejarse estar”. Diría que se le observaba dispuesto a comprometerse enérgicamente con su propia existencia. No sé por qué recordé un pasaje del Eclesiástico, 14: 11-14, en donde la figura de un Dios celoso y propenso a enojarse da lugar a la de un Padre lleno de buen humor: “Hijo, trátate bien conforme a lo que tengas (…). No te prives de pasarte un buen día, no se te escape la posesión de un deseo legítimo”.

Con todo esto quiero resaltar la importancia de la belleza en la dignidad humana, y especialmente de los entresijos microscópicos de la experiencia estética, que a menudo nos pasan inadvertidos en nuestras vidas apuradas.

Quién sabe si un sencillo compromiso estético con la vida no es la vía de acceso a lo que es, de verdad, lo bueno. Quién sabe si no es la venerable filokalía, el amor de la belleza, un preámbulo de nuestra felicidad.

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