Carlos Timaná Kure
Director del Centro de Gobierno de la Universidad Católica San Pablo
Esta semana fuimos testigos de una verdadera hazaña, digna de un enfrentamiento entre David y Goliat. Las Fuerzas Armadas ucranianas desplegaron un ataque masivo con drones sobre la flota aérea militar rusa que, en la práctica, quedó desecha.
Se estima que en esta operación militar, Ucrania invirtió 100 mil dólares, mientras que los daños provocados a Rusia alcanzarían los 7500 millones de dólares. Sin duda, se trata de una de las inversiones bélicas más eficientes de la historia.
Si bien el frente terrestre, que se extiende en las regiones orientales de Ucrania, se encuentra estancado desde hace meses, es decir, ninguno de los dos ejércitos ha logrado avanzar sobre el terreno; Rusia consiguió, por medio de sus ataques aéreos, dañar la infraestructura ucraniana, lanzando misiles sobre grandes ciudades como Kiev o Járkov.
Estos bombardeos no solo han generado cuantiosos daños materiales, sino que también han buscado amedrentar a la población civil, manteniéndola en un estado constante de zozobra.
Detener el poder destructor de la fuerza aérea rusa era un objetivo primordial para Volodímir Zelenski y haber alcanzado esta victoria –según varios analistas– evidencia un punto de inflexión en la guerra.
Y es que Ucrania ya se había consolidado como el principal productor de drones con fines bélicos a nivel mundial. Gracias a este avance tecnológico ha logrado atacar bases aéreas rusas ubicadas a miles de kilómetros del campo de batalla, como Olenya, en el círculo polar ártico, o Ukrainka, más cercana a Japón que a Moscú. Esto no solo refleja el nivel de sofisticación que ha alcanzado la tecnología militar ucraniana, sino también que el pronóstico a favor de Rusia en las negociaciones luce cada vez menos victorioso.