Carlos Fernando Timaná Kure
Director del Centro de Gobierno de la Universidad Católica San Pablo
En la política peruana, las sillas presidenciales tienen la incómoda costumbre de expulsar a sus ocupantes. El caso de Dina Boluarte no fue la excepción. Su vacancia es la culminación previsible tras una serie de alarmas que no podían ocultarse.
La primera sirena sonó en Juliaca, cuando el polémico locutor Phillip Butters, y potencial candidato presidencial, escapó por poco de ser linchado al salir de una radio local. El episodio —más allá de su protagonista— reveló algo más profundo: el rechazo a la presidenta y a la clase política no era un capricho menor ni un simple descontento, sino un malestar visceral, encarnado en la indignación popular. Los partidos que sostenían a Boluarte comprendieron entonces que defenderla era políticamente tóxico. Y, con las elecciones a la vuelta de la esquina, nadie quiere cargar con ese lastre.
La segunda alerta se produjo en Lima, en un lugar donde se suponía que imperaba el orden: el Círculo Militar de Chorrillos. Un grupo de extorsionadores irrumpió a balazos en pleno concierto de Agua Marina, dejando heridos a músicos y a un vendedor ambulante. No hubo capturas. Lo que sí hubo fue una sensación de vulnerabilidad inédita en la capital.
Con estos antecedentes, el Congreso olió sangre. Cuando el fujimorismo anunció que apoyaría la vacancia, el desenlace se consumó en cuestión de horas. Como tiburones ante una presa debilitada, los congresistas se abalanzaron sin remordimientos. Boluarte, impopular y políticamente agotada, no tenía defensores sinceros: solo aliados por conveniencia.
La incógnita ahora es José Jerí. Su presidencia es un experimento en tiempo real. Tiene dos frentes que atender: la calle —que derrocó a Manuel Merino— y el propio Congreso, siempre volátil y hambriento de cuotas de poder. Para sobrevivir, Jerí deberá formar un gabinete que contente a sus pares, donde todos se sienten presidenciables, y convencerlos de que es el “mal menor”. No es poca cosa.