Febrero (cuento)

Recreación de los personajes de la historia generada con ChatGPT.

Ithati Sánchez Calle
Estudiante de la carrera de Derecho de la Universidad Católica San Pablo

—Ya me llegó el correo de la universidad —dije— sobre el inicio de clases, el 11 de marzo.

Me encontraba en una encrucijada: eran las últimas semanas de mi último verano antes de entrar a la universidad y todo se sentía como una despedida.

Febrero era mi mes favorito. En Puno, es más que eso, toda la ciudad se tiñe de colores y se escuchan bandas y risas en cada esquina de la ciudad. Todos nos preparamos para la fiesta mayor, para la festividad de la Virgen de la Candelaria. Desde enero se cuentan los días esperando las primeras semanas de febrero, que es cuando inicia la fiesta: una mezcla de religión, diversión y danza que parece tan mágica e irreal.

Ya era de noche y la preocupación me estaba absorbiendo, así que decidí salir a dar una vuelta. Escuché la banda y vi a las personas aceleradas, contando las horas para los días principales. Pasé por la iglesia de la Virgen de la Candelaria y me quedé en la puerta.

—¿Por qué tienes esa mirada tan triste?

Salté ligeramente del susto, era una mujer adulta, de ojos brillosos, cabello platinado y labios delgados.

—¿Disculpe?

—Pareces realmente triste, jovencita.

—Ah… no se preocupe, son tonterías.

—¿Estás segura? —levantó sus cejas esperando una respuesta. Yo no sabía qué decir, no la conocía, no tenía confianza—. No necesitas decirme nada, yo ya sé.

Mi mirada cambió a una de mucho más miedo.

—¿Me conoce?

—No es necesario.

Tal vez hablar sobre mis temores con una desconocida no aminore el dolor, pero sí alivie la preocupación.

—Le temo al futuro, en menos de un mes me iré a estudiar a otra ciudad. Estaré sola, sin mi mamá, sin mis abuelos… sola. De tan solo pensar que no veré en mucho tiempo mi ciudad, mis amigos y mi familia… se me encrespa la piel.

—Temer es normal —puso su mano en mi hombro—; lo que no está bien es dejar que el miedo te absorba y no puedas ver las cosas buenas que hay frente a ti.

—Lo sé, pero… extrañaré todo, de una manera que no entiende.

—Tal vez. Pero todo lo que extrañarás nunca se irá porque está aquí —con su dedo índice señaló mi pecho—. Ya sea que estés lejos de tu familia, tus amigos, incluso de Puno… ellos siempre estarán aquí. Puedes salir de la ciudad, pero la ciudad jamás se irá de ti.

No sabía qué decir y solo me fui.

Los días siguieron pasando como si todo ocurriera en cámara rápida. Hoy estaba con mi mamá, saliendo a ver la fiesta, mientras la banda resonaba por mi casa.

Cuando ya estuvimos en el centro de la ciudad, admiré todo: la gente tan feliz, los danzarines bailando con ánimo. Era entendible, habían estado esperando todo un año para esto. Todos cantábamos y sonreíamos, me sentí genuinamente feliz. La banda era ensordecedora.

No podía tolerar más, solté una lágrima. Mi mamá se dio cuenta de ello, tal vez ella ya reconocía la razón de mi llanto. Solo me abrazó.

No supo qué decirme, así que solo fue por un helado. Mientras esperaba a mi mamá, me puse a ver a la gente bailar. Bailaban por fe, por amor, por agradecimiento.

Entonces, la vi, vi a la desconocida de la otra noche, estaba bailando morenada. Pero esta vez se veía distinta: llevaba una pollera verde con apliques dorados, una blusa del mismo tono y una manta color vicuña. Su cabello platinado estaba recogido en dos trenzas perfectas, y sostenía su matraca en la mano con una sonrisa.

La banda se puso a descansar y se me estaba acercando. No sabía cómo reaccionar, las palabras de la mujer me hicieron pensar mucho y me ayudaron.

—¿Ya estás más tranquila?

—No pensé que me reconocería.

—No olvidé el dolor de tu mirada, dolor que ya no veo.

—Lo que me dijo me sirvió… entendí, bastantes cosas.

—Me da gusto. No te olvides, niña… recuerda algo —se acercó un poco más—, siempre habrá un febrero que nos una.

Me quedé sin palabras, las lágrimas se acumularon en mis ojos.

—Gracias —solo pude decirle eso.

La mujer se fue, siguió con el recorrido del concurso. Mi madre regresó con el helado y todo el día seguimos viendo la fiesta.

Los días se pasaron volando y pronto llegó el temido nueve de febrero: había planeado mi viaje para ese día. Viajaría con mi mamá, y ambas ya nos encontrábamos sentadas en el bus, saliendo de la ciudad donde se ve el místico y hermoso lago Titicaca. Me dolía irme, sí. Pero a la vez me emocionaba lo que venía, todo lo que me esperaba en la otra ciudad.

—¿Sigues triste?

—Sí… pero ya no de la misma forma.

—¿Así?

—Claro mamá. No lo olvides… Siempre habrá un febrero que nos una.

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