La familia ante el progreso de las naciones

La Modernidad inventó, confiada en la razón y la autonomía de la voluntad, un proceso de secularización (o descristianización), erigiendo una sociedad animada por las relaciones económicas que procuran un bien-estar inmediato o útil para el hombre. Si bien estas ideas buscaban cierta unidad basada en lo económico, pronto serían superadas (o abandonadas) en la posmodernidad. Precisamente, en la posmodernidad no existe fundamento, sino “bienes” y “verdades” cuantas personas existan. Siguiendo esta perspectiva, la dimensión ética y espiritual no existe más que como alegoría a un pasado mítico.

En ese contexto y usando al progreso como vehículo, advertimos dos hechos que atentan contra la unidad familiar y nacional. Primero, el progreso tecnológico para la proliferación de las imágenes y el entretenimiento. Aquí podemos encontrar las tecnologías que privilegian la imagen y menoscaban la palabra (escrita o hablada) que edifica el mundo simbólico de una Nación; es decir, como dice Sartori, la palabra “es un símbolo que se resuelve en lo que significa, en lo que nos hace entender (…). Por el contrario, la imagen es pura y simple representación visual. La imagen se ve y es suficiente”.

Este mal provoca incultura en la familia, principalmente en el niño, porque solo verá, pero no entenderá. Se pierde el sentido de la vida (propia y comunitaria) que parte de las costumbres, tradiciones e ideales que forman la dimensión ética y espiritual de una Nación.

Si no hay sentido en las cosas, no vale la pena defenderlas, ni realizarlas. La patria y la Nación se convierten en conceptos vacíos, donde solo importante la satisfacción emocional (sensible) y la acumulación material para su logro. No nos extraña por qué la excesiva dependencia del televisor y los smartphones, que priva de un espacio relacional o comunicacional en la familia.

Un segundo hecho es el progreso tecnológico para el control biológico del ser humano. Con esto nos referimos a la visión que considera a la persona humana como “objeto” de laboratorio; es decir, niega los fines naturales intrínsecos a su naturaleza humana (dignidad) y sus derechos (por ejemplo el derecho a la vida).

Al respecto, el sociólogo chileno Pedro Morandé señala la urgencia de reflexionar sobre este punto cuando afirma que “se sabe con certeza que el ser humano dispone de los medios técnicos suficientes para actuar sobre ella sin atender a su finalidad intrínseca, como algo dado e inmodificable, sino pudiéndole imponer otros fines determinados arbitrariamente por la voluntad humana”.

Morandé no exagera y señala algo evidente. Los atentandos contra la vida humana (el aborto y el uso de anticonceptivos), su herencia genética (eugenesia), su identidad psico-somática (mutilaciones, mal llamadas “cambio de sexo”), o la eutanasia (privación del derecho y deber a la asistencia médica) así lo atestiguan. Estas acciones niegan la continuidad de la vida y la identidad cultural, imprescindibles para una Nación, pues la continuidad de una cultura necesita de una renovación constante de sus miembros o una responsabilidad intergeneracional que actualice la cultura.

Basta indagar como en Europa la tasa de natalidad se redujo y la de mortandad se elevó, motivando migraciones masivas de otras culturas (causas laborales o supervivencia) y poniendo la suya en riesgo (Allahu Akbar). Este hecho motiva un debate público sobre la bioética y la biojurídica que reconozca el fundamento antropológico del derecho.
Con lo escrito queremos hacer énfasis en que la dimensión ética y espiritual, base de toda cultura o Nación, guía y juzga el progreso y sus instrumentos tecnológicos (dimensión material), sin perder de vista que la persona humana es sujeto de derechos y deberes en su comunidad.

Es menester, entonces, que no exista una posición ajena sobre el progreso, sino un análisis y crítica constante de cara a la verdad y nuestro bien; es decir, el progreso material que parte desde una perspectiva individual actual hacia un estado de bienestar caracterizado por el placer, el tener o el poder absolutizado, sea objeto de una crítica constante que lo contraponga con una visión conjunta de desarrollo integral, que acoge el sentido de comunidad, sin abandonar la dimensión ética y espiritual necesarias para la familia y la Nación.

Salir de la versión móvil