César Félix Sánchez
Para algunos, el principal argumento contra las denuncias de fraude del presidente Donald Trump es que sería inimaginable que una cosa así ocurra en la democracia más antigua del mundo. Y aunque para todo hay una primera vez, lo cierto es que fraudes, elecciones amañadas y demás picardías capituleras han ocurrido también en los Estados Unidos de América, aunque, claro está, no con tanta frecuencia como en su vecino al sur del Río Grande, que hizo del fraude, durante la “dictadura perfecta” del PRI, casi una institución.
Su sistema electoral complejo y antiguo, basado en los colegios electorales y con la amplia flexibilidad y variedad locales que caracteriza a los ordenamientos políticos tradicionales contra el centralismo y rigidez de los sistemas electorales continentales de raigambre más moderna, hace que la posibilidad de alterar una elección requiera de menor esfuerzo y que una alteración limitada en algunos lugares estratégicos tenga un efecto multiplicador muy grande.
Los fraudes demócratas
Precisamente, el Partido Demócrata, antiguo bastión de los esclavócratas del Sur y luego de las masas inmigrantes de las ciudades del Norte y de las “minorías”, ha estado históricamente involucrado en manipulaciones y polémicas electorales ampliamente comprobadas. No nos referimos solo a las primarias demócratas de febrero de este año, en las que en Iowa, luego de primeros recuentos que mostraban un apoyo masivo a Bernie Sanders, se “cayó el sistema” y, luego de varios días de espera agónica, arrojó un práctico empate con Pete Buttigieg. Casi como ahora. En los días posteriores, el muy impopular y errático Joe Biden pasó de ser el cuarto en intención de voto a convertirse en el candidato del partido, luego de un masivo y sorprendente triunfo en Carolina del Norte. Las redes sociales se llenaron de insinuaciones de fraude por parte de los sanderistas. Y que no eran más que una nueva versión de acusaciones semejantes en las primarias de 2016. Por menos en Bolivia acabaron derrocando a Evo.
Vamos un poco más al pasado. A las elecciones al senado de Texas de 1948, en las que un, por entonces, novato Lyndon B. Johnson se enfrentaba al exgobernador Coke Stevenson por la nominación demócrata en las primarias. Lyndon tenía las de perder: era un político con menor experiencia y con un carisma bastante limitado. Pero contaba con un aliado invaluable: George Parr, el Tacuacha, también conocido como “el duque de Duval”, suerte de barón feudal que ejercía el control absoluto sobre sus arpaceros mexicanos en el valle del Río Grande. Con sus pistoleros y sus fiestas lograba movilizar a su peonada no solo para votar, sino también para escrutar los votos y, principalmente, alterar y multiplicar los votos, incluidas las absentee ballots. Johnson ganó. El gobernador Stevenson se negó a reconocer su derrota hasta su muerte. En las elecciones generales, Johnson también ganaría a su rival republicano, gracias igualmente a la maquinaria de Parr. Así comenzó la carrera política de LBJ.
Pero nada se compara a las elecciones presidenciales de 1960, en las que el demócrata Kennedy se enfrentaba al republicano Nixon. Como demostró el periodista Earl Mazo, la maquinaria política del alcalde demócrata de Chicago Richard Daley, con la invaluable ayuda del famoso mobster Sam Giancana, no solo echó mano al poco ético recurso de recurrir a una clientela pobre y despolitizada e imponerles un voto por decreto, sino también de alterar resultados. En Chicago, la entrega de resultados se paralizó y demoró sospechosamente. Como ahora. Al final, Nixon perdió el estado de Illinois por solo 9 000 votos. Se dieron casos curiosos, como de votos de fallecidos y de 56 personas que pidieron voto por correo desde una misma casa. En Texas, la tierra del candidato a vicepresidente de Kennedy, el habilidoso Lyndon, la situación fue aún más grotesca: en los condados del valle del Río Grande hubo más votos que votantes registrados. Y, evidentemente, eran por Kennedy. Nixon perdió Texas por un punto porcentual. Cuando los abogados del Partido Republicano intentaron pedir un recuento, se encontraron con la ingrata sorpresa de que la Board of Electors de Texas, conformada en su totalidad por demócratas registrados, ya había declarado ganador a Kennedy. Con los votos electorales de Texas e Illinois, el demócrata pudo alcanzar la presidencia. Los defensores de Kennedy (como Arthur Schlesinger) no niegan que haya habido fraude, sino consideran que no cambió significativamente el resultado de los comicios. De todas formas, para 1962 algunos funcionarios electorales de Chicago fueron condenados por fraude electoral y cumplieron carcelerías simbólicas.
Finalmente, a pesar de las solicitudes republicanas de recuento en muchos otros estados, Nixon, reconoció su derrota para evitar una crisis constitucional e incluso le pidió a periodistas afines que pararan la publicación de sus investigaciones sobre el “pucherazo”. Comparado con esto, Watergate sería peccata minuta. Pero el error de Nixon entonces fue creer que los demócratas corresponderían con fair play a la Realpolitik, como él había hecho diez años atrás.
¿Y los republicanos?
¿Eso quiere decir que los republicanos se han visto totalmente libres de este tipo de prácticas? No tanto. Y aunque, a diferencia de los demócratas, han sido siempre el partido con electores más comprometidos para votar (desde que representaban a la pequeña burguesía yanqui abolicionista y a los industriales en el siglo XIX, hasta ahora que representan a la derecha cristiana y a los sectores patrióticos) y por ende no necesitaban tanto de movilizar clientelas pauperizadas o hacer artimañas, no han estado libres de polémicas electorales.
Destaca particularmente la elección de 1876, para suceder al famoso general republicano Ulysses S. Grant. El candidato republicano era Rutherford Hayes. Aún no habían restañado las heridas de la guerra civil y el sur seguía ocupado militarmente. La llamada “reconstrucción” y los intentos de establecer un mínimo igualitarismo racial habían encontrado el rechazo militante –y hasta terrorista– de los sureños, cristalizados en torno al Partido Demócrata.
Lo cierto es que hasta ahora nadie sabe quién ganó las elecciones aquel año en varios estados del sur como Luisiana, Carolina del Norte y Florida. Ambos partidos se proclamaron vencedores. Probablemente la victoria les habría correspondido en esos lugares a los demócratas, pero Grant prefirió una salida política negociada a través de los colegios electorales y proclamar al republicano Hayes como presidente, a cambio de “moderar” la reconstrucción y acabar con la ocupación militar.
Pero, al igual que en la reñida elección Bush-Gore de 2000, que fue resuelta por la Corte Suprema al negar el recuento de votos en Florida, los recursos republicanos han tendido a ser más legales y jurídicos, por lo menos en apariencia.
¿Fraude en 2020?
¿Qué ha ocurrido en las elecciones de este año? Pues, empezando por la masiva distorsión de la misteriosa pandemia del COVID 19 y de las misteriosas cuarentenas -una Chinese collusion más grave que la hasta ahora no probada Russian collusion- y continuando con las kafkianas y totalmente injustificadas pero no por eso menos violentas rebeliones de Antifas y Black Lives Matter, han ocurrido una serie de fenómenos externos que han hecho que un presidente que, según sus propios enemigos, tenía asegurada en octubre de 2019 una victoria masiva, acabe perdiendo ajustadamente las elecciones, a pesar de, según las exit polls, doblar su apoyo entre los votantes de las minorías supuestamente agraviadas.
Parece ser que lo que ha pesado en el triunfo de Biden no ha sido el masivo apoyo de los grandes medios de comunicación del mundo, ni la cantidad monstruosa de dinero gastada, sino el voto por correo, que según la “narrativa” demócrata habría permitido participar a una inmensa cantidad de personas que antes no votaban. Quizá esos nuevos y entusiastas participantes sean jóvenes, antes indiferentes. O personas mayores, antes fallecidas.
Destaca también que, aunque según el Pew Research Center, entre los votantes de Trump un 25 % se inclinaba también a votar por correo, los grandes chunks de votos que aparecieron en la madrugada del 4 de noviembre para Wisconsin y Michigan, entre misteriosos errores de cómputo, sean adjudicados casi en su totalidad a Biden. ¿Y qué decir de los votos republicanos que han aparecido desechados en algunos lugares?
Es bastante curioso escuchar a opinólogos peruanos, que siguen la doctrina Tuesta de meter a la ONPE y al JNE incluso en las elecciones internas de los partidos y establecer rígidos controles para proteger el voto, negar la hipótesis del fraude y considerar como seguro un sistema de voto en donde no solo no se requiere enseñar un documento de identificación, sino ni siquiera la presencia del votante. Si es tan seguro, ¿por qué no lo establecemos aquí? ¿O es que la buena voluntad de los funcionarios electorales norteamericanos, variopinto grupo de personajes temporales que varía de acuerdo al estado, es una garantía suficiente?
Se dirá que el COVID hacía necesario cambiar entre gallos y medianoche la legislación electoral y permitir que ballots que lleguen más allá del límite legal sean validadas, como se ha hecho en Pensilvania. O el COVID justifique que se niegue el ingreso a los personeros republicanos para que observen el conteo. O que se tapen las ventanas.
De todas formas, me cuesta creer que las personas que salieron a protestar en masa por Black Lives Matter teman contagiarse votando en persona. En Bolivia y Chile se votó en octubre presencialmente en una sola jornada (a diferencia de Estados Unidos, donde se puede votar en persona con días de anticipación) y, aun con su mayor precariedad tercermundista, no se han dado contagios masivos.
Cuesta comprobar o siquiera hablar de los fraudes de los “buenos”. Especialmente cuando estos “buenos” cuentan con el apoyo formidable y unánime de los medios y de los intelectuales. Pero, como pasó con el fraude del Frente Popular en la España de 1936, la verdad siempre se acaba sabiendo.