Elecciones, poder y autoridad: lo que damos y lo que exigimos

Juan David Quiceno Osorio
Filósofo y docente de Humanidades – UCSP

En la jerga de la filosofía política hay dos conceptos clásicos que, en relación con el gobierno político, se supone que no deben estar separados. El poder y la autoridad. En el primer caso, la noción de poder (potestas) se refiere a la capacidad para tomar decisiones en función del bien común político. Según el sistema, esta capacidad se adquiere a través de una elección o designación, que suele estar emparentada con algo que trasciende en distintos modos el mismo orden político, aunque se manifieste en él.

En la democracia, como bien sabemos, son los ciudadanos de derecho que actúan en unidad (por mayoría diríamos ahora), los que confieren el poder a un candidato que consideran que cumple con los requisitos para ejercer el gobierno. En esto, el apotegma latino vox populi, vox Dei asume toda su realidad.

Por su parte el segundo concepto —la autoridad (auctoritas)— se refiere más al ejercicio de mando, es decir, a la influencia efectiva que tiene un gobernante sobre un gobernado para que actúe según el bien o, por lo menos, cumpla las leyes. En ese sentido, la autoridad siempre ha estado emparentada con lo que denominamos moral.

Si bien autoridad y moral son dos cosas que van juntas, normalmente decimos que alguien tiene autoridad moral porque lo que dice está respaldado por sus actos, por su conocimiento o por la evidencia científica en la que apoya su discurso. En ese sentido, no se le pide al otro cargar una piedra pesada que no estoy, como mínimo, dispuesto a cargar también. Mejor dicho, hay que dar ejemplo y tener menos desparpajo. El lector puede cambiar esta palabra por la que le suene más a no tener descaro.

Autoridad moral 

Estos dos conceptos resultan muy importantes porque, por mucho que podamos quejarnos de la democracia, es el sistema actual sobre el que basamos nuestra convivencia mutua. En otras palabras, hemos dado democráticamente el poder a ciertos personajes que de ahora en adelante tendrán que tomar decisiones, en virtud del bien ciudadano. Lo que pasa es que lo que pedimos no es solo que ejerzan esa prerrogativa que les hemos otorgado, sino que lo hagan con autoridad o mejor dicho con moral. ¿Será eso un oxímoron? ¿Será que es imposible algún día tener líderes de ese tipo?

Por lo que observamos hoy, en muchos casos de los virtuales gobernadores y alcaldes, podemos dudar de que esa combinación exista. En algunos casos, es un poco más que una sospecha. Nuestros gobernantes deberían representarnos como personas. Deberían ejercer influencia sobre nosotros a través de su comportamiento honesto, sacrificado, ejemplar y disponible. Por ello, me gustaría afirmar que parte de la tarea democrática es exigir moral a los gobernantes.

Está claro que en la realidad en la que vivimos, no todos harán ese reclamo. Sabemos que a algunos se les convence con una caja de fósforos o un táper de comida y, a otros, que uno supone más conscientes, con algún favor, contrato o beneficio en el aparato estatal. El dinero, en ese sentido, corrompe la autoridad y la supedita al egoísmo y a la desaforada búsqueda de lo que es bueno solo para sí. En otras palabras, el pueblo debería dar un poco de ejemplo. Los gobernantes no son de Marte, por eso, su corrupción es también, en parte, la nuestra.

Participación política

La participación política no se debería apagar con el ejercicio del voto, sino que debería seguir encendida a través de la vigilancia. Entiendo que, en algunos casos, esa participación ni siquiera se prendió. Hay personas que no tienen ni idea de por quién votaron, o que después de años no saben cómo funciona la cédula. Nos guiamos por las figuritas como si el dibujito nos diera algún indicio de las bondades o miserias del candidato. Vivimos con demasiada ignorancia sobre el fuero político. No es el momento de hablar de las causas. Pero, ni conocemos a los candidatos de la propia municipalidad, y sería peor si se preguntara al ciudadano de a pie si sabe de las elecciones de otras provincias. Son pocos los que realmente se preocupan por el ámbito público y los que lo hacen, normalmente es porque tienen un interés particular.

Intentando despertar alguna que otra conciencia, me parece que, para ejercer vigilancia política, las universidades deben seguir ampliando la mente y promoviendo el debate de ideas, la prensa debe verdaderamente informar y buscar la verdad, el Poder Judicial debe apoyar a la población, tratando de actuar de forma eficiente frente a la colusión, las desagradables repartijas (que seguro ya empezaron) y los ciudadanos debemos respetar la ley y seguirnos formando.

Todo muy difícil. Si algo queremos en estos años que se vienen en materia de elecciones y de gobernabilidad, es lograr un mínimo de contacto de los políticos con las verdaderas necesidades de la sociedad. Si, en el buen sentido, no se ensucian los zapatos buscando mostrar un poco de autoridad moral, no verán las necesidades reales, no sentirán tristeza y dolor por el mal que aqueja a su pueblo y seguiremos repitiendo el círculo.

No aprendemos de los errores 

En otras palabras, seguiremos pidiendo candidatos con autoridad moral y dándole el poder a aquellos que no la tienen, pero que parece que, por razones raciales, lingüísticas o populares, quizá entienden mejor el drama del hambre, de la violencia, de la falta de educación, del desorden. El problema es que no basta con parecer. Por eso, la guerra, incluso avisada, sigue matando gente. No aprendemos de los errores porque en el fondo, no pensamos que haya ninguna salida.

¿Será posible que la honestidad, el trabajo sacrificado, la disciplina, el orden y el sentido común reinen en la sociedad? Es decir, tanto en estos nuevos personajes que asumen el poder como en los ciudadanos de a pie. ¿Es posible tener esperanza o es mejor acostumbrarnos a la miseria que produce el hambre de poder, el egoísmo y la mentira?

Salir de la versión móvil