El juez ‘coimero’

César Belan
Abogado

En estos últimos días, la opinión pública se vio asqueada por el caso del juez Gino Valdivia, sorprendido cuando ‘subastaba’ por 4 000 soles la libertad de una mujer acusada de asesinar a su propia hija. ¿Cómo explicar este episodio? Quizá desde una disciplina como la historia, menospreciada por los ‘operadores jurídicos’, podemos dar respuestas acerca de estas lacras sociales.

En 1969, John Henry Merryman, estudioso de la historia legal, afirmaría que, a diferencia de lo que ocurre en los países de la tradición del common law y en franca oposición al ius commune medieval, la ideología jurídica revolucionaria redujo el papel de los jueces de reputados jurisconsultos y líderes de la nación a la función mecánica y rutinaria de ‘hacer hablar a la ley’.

El dogma jurídico revolucionario —en el que se basa en gran medida nuestra justicia— plantea la vigencia de un derecho tan racional, claro y coherente que el juez solo tendría que invocarlo sin ningún poder de interpretación. Montesquieu, padre del sistema político moderno, lo diría más claramente: Le juge n’est que la bouche de la loi (El juez es solo la boca de la ley).

Es en ese sentido que el aparato judicial revolucionario francés degradó la categoría de los jueces —antes peritos en leyes o grandes prohombres de virtud comprobada a quienes se les exigía una vida intachable y alejada de la vida social común— a oscuros funcionarios que hacían una carrera en el Estado.

Esta visión que deprecia la figura judicial se mantiene viva en muchos jueces y en la población, degradándose su dignidad a causa de la filosofía que la sustenta. Para muestra un botón: hace algunos años, al juez penal Jaime Coaguila se le criticaba que como parte de su labor de ejecución de pena obligara a los condenados a leer una obra de un autor clásico, sea Shakespeare, Hugo o Dostoievski.
Algunos periodistas de mala casta le reclamaban el “perder el tiempo en cosas inútiles”. Para ellos, Coaguila había cometido el delito de haber sido un verdadero magistrado, aquel que como en los tiempos antiguos era una figura moral y académica, en vez de un funcionario común y corriente, predecible y muchas veces manipulable.

Mientras el juez sea visto como un funcionario más y no como un ‘héroe cultural’, los vicios que afectan la función pública en general se reproducirán en la función jurisdiccional, esencial para la vida civil.

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