5 de abril: ¿qué reflexión merecemos?

Renato Sumaria del Campo
Director del Quincenario Encuentro

Como todo episodio histórico, el 5 de abril de 1992 tiene sus luces y sombras. Para entenderlas, hace falta renunciar a los lugares comunes que nos ofrecen los extremos políticos.

Primero, es necesario superar la idea que esta fue una fecha mágica que marcó el inicio de una serie de reformas que colocaron en la historia al “gran arquitecto de la democracia moderna en el Perú” como se ha autodenominado Alberto Fujimori desde la cárcel y a través de Twitter.

Si lo juzgamos por sus resultados, nada de lo prometido tras esa medida ocurrió. Es decir, fue el inicio del fin de los partidos políticos en el Perú; el Poder Judicial estuvo lejos de expresar reformas que lo hicieran solvente y confiable; las Fuerzas Armadas cayeron en un desprestigio del que les cuesta zafarse un cuarto de siglo después; los medios de comunicación fueron tomados y sometidos al poder de turno; se agudizó la informalidad al punto de convertirse en un modus vivendi para muchos; se buscó entronizar en el poder a un gobernante de facto, entre otras cosas.

Pero tampoco ayudan mucho los gritos desaforados de la izquierda progresista, que desde su monopolio mediático busca retirar de la memoria nacional algunos hechos que, valgan verdades, contribuirían a entender mejor aquel momento. Primero, la medida contó con el respaldo de más del 80 % de peruanos, según la encuesta de Apoyo que apareció solo unos días después de ejecutado el autogolpe.

Tampoco se dice, por ejemplo, que el de entonces era un país ingobernable. Ni en la Cámara de Diputados ni en la de Senadores el fujimorismo tenía posibilidades de hacer algo importante. En tal escenario, no son pocos los que sostienen que de no haber ocurrido el 5 de abril, alguna otra medida proveniente del Parlamento hubiera cortado también el orden democrático y sacado a Fujimori del poder.

Era tan tenso y calculado todo, que el Legislativo demoró un año en darle facultades a Fujimori para legislar en materia antiterrorista. Se tardó de agosto de 1990 a agosto de 1991, con un país acorralado por Sendero Luminoso. Una vez obtenidas las facultades, el Ejecutivo entregó 117 decretos de los cuales fueron derogados 36.

Tampoco se dice que en diciembre de 1991 ambas cámaras habían aprobado la “Ley de control parlamentario de los actos del presidente de la República” con lo que Fujimori quedó a merced del Parlamento. Digamos que el Legislativo de entonces tenía el mismo poder de tumbarse al régimen que hoy ostenta el fujimorismo.

La tensión por la norma no fue menor. Fujimori la observó, pero el Parlamento la aprobó por insistencia y terminó promulgándola en enero de 1992. Tres meses después tuvimos lo que tuvimos.

Haciendo estas y otras consideraciones, las reflexiones sobre el 5 de abril, a 25 años de ocurrido, parecen ser más un trabajo para historiadores y sociólogos que para fanáticos fujimoristas e izquierdosos eufemistas —para quienes lo de Fujimori fue un golpe y lo de Maduro, por ejemplo, una “ruptura del equilibrio democrático”—.

Hace falta serenidad para escuchar las diferentes interpretaciones que se pueden tener sobre un mismo acontecimiento, y para superar las rupturas que este pudo haber ocasionado en el país. Sin eso, es poco lo que podemos evidenciar como aprendizaje de ese episodio que, guste o no, marcó para siempre la historia política del país.

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