Una Iglesia en política

Los católicos no solo tienen el derecho de participar en la vida pública, sino que están en el deber de hacerlo.

Javier Gutiérrez Fernández–Cuervo
Filósofo

Muchas veces hemos oído hablar de la separación entre Estado e Iglesia. Constantemente, políticos y periodistas nos lo recuerdan: “La Iglesia no se debe meter en política” y “los púlpitos deben dedicarse a lo espiritual y no a lo político”. Pero, de igual manera, también constatamos una antítesis: no se puede vivir el mensaje de Cristo y al mismo tiempo estar de acuerdo con ciertas políticas de carácter social. ¿Dónde se encuentra el punto intermedio? ¿La Iglesia puede meterse en política?

Definiendo conceptos

Lo primero que hay que hacer es definir nuestro concepto de Iglesia. Si esta son el Papa, los cardenales, obispos, curas y monjas; entonces nuestra visión de todo lo que dependa de ella será muy reducida.

Iglesia es asamblea, es decir, el cuerpo místico de Cristo, el conjunto de todos los bautizados, en comunión con la Sagrada Escritura, el Magisterio y la Tradición. Un religioso tiene prohibido entrar a un partido político por el mismo Derecho Canónico, pero un laico católico, como cualquier ciudadano, tiene todo el derecho de hacerlo, y no por ello va a dejar de ser Iglesia.

Después, habría que ver qué entendemos por política. Si la reducimos a la política partidaria, donde lo que se manifiesta es un conjunto de individuos más dedicados a lograr buenos puestos y a defender los intereses de su bancada que a trabajar en conciencia por el bien común, cometemos el mismo error que antes. La verdadera política es el ejercicio del bien común, una práctica desinteresada en favor de la sociedad y de cada una de las personas que la componen.

La Iglesia, en su Doctrina Social, sostiene que la política es una de las formas más elevadas de la caridad. El mismo Aristóteles veía este sentido de servicio y participación común que le es propio a la política: “El que sea incapaz de entrar en esta participación común, o que, a causa de su propia suficiencia, no necesite de ella, no es más parte de la ciudad, sino que es una bestia o un dios”.

Derecho y Deber

Por lo tanto, si entendemos esto, comprenderemos lo que dice la Gaudium et Spes sobre la Iglesia: “Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”. Si el oficio de un pastor es guiar las almas de los fieles hacia la verdad y el bien, hacia la salvación de las mismas en su totalidad, entonces no existe ámbito alguno de la humanidad que se escape a este deber.

Si una política en particular atenta contra la Verdad, denunciarlo públicamente no solo es un derecho que como ciudadanos todos, incluyendo a los religiosos, tenemos; sino que en especial es un deber para aquellos que tienen como misión confirmar en la fe al pue-blo de Dios.

Un religioso no podrá pertenecer a ningún grupo político, pero no porque no pueda pronunciarse en temas políticos, sino para que pueda hacerlo con la libertad plena de quien no le debe ninguna lealtad a ninguna bancada.

No por casualidad desde el Papa León XIII se han escrito hasta hoy 14 encíclicas de carácter social y muchas más de ámbitos que también afectan a la política. Estas, junto con el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, nos generan un material valiosísimo y digno de estudio en el que podremos comprobar que el mensaje de Cristo no se reduce a las cuatro paredes de nuestro templo, sino que nos impulsa a buscar el bien del prójimo por todas las vías que tenemos a la mano, especialmente por la política.

Credo

Un católico no realiza ninguna actividad dejando de lado su Credo, que está inserto en lo más profundo de su corazón. La suerte de la humanidad no le es indiferente a ningún cristiano, porque seremos juzgados por lo que hagamos en este mundo y porque Cristo ha instaurado el Reino de los Cielos para que se expanda en esta vida.

Si con Chesterton podemos decir que “para entrar en la Iglesia hay que quitarse el sombrero, no la cabeza”; con mayor razón afirmaremos que para entrar al Congreso podremos guardarnos el escapulario, pero no el corazón.

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