Víctor Condori
Historiador
Una de las características del régimen de Simón Bolívar en el Perú, fue su permanente rechazo hacia toda forma de anarquía o desgobierno que, según el Libertador caraqueño, era el resultado de la proliferación de autonomías y el surgimiento de microfederalismos.
En ese sentido, la mejor forma de neutralizar sus nocivos efectos sería, en su opinión, llevando a cabo un gobierno basado en la centralización política y administrativa, mediante el control y supervisión permanente de los empleados, funcionarios y, particularmente, limitando las actividades de sus principales subalternos, los prefectos.
Este control de la labor de los funcionarios del nuevo Estado republicano, se hizo más importante, en vista de la situación de carencia o angustia fiscal en la que se encontraba el Perú al terminar la guerra de Independencia; donde los ingresos eran escasos y los gastos enormes, e incluían, no sólo el mantenimiento de la burocracia peruana, sino también, de la fuerza de ocupación colombiana, que llegaba a sumar unos 5000 efectivos, entre oficiales y tropa.
El control de los fondos públicos
En definitiva, para el Libertador de cinco repúblicas, el manejo de los dineros públicos tan escasos durante aquella época, tenía un carácter casi sagrado, y de su fiscalización o supervisión, no se libraron ni los propios prefectos departamentales.
Así, en junio de 1825, solicitó un informe detallado al prefecto de Ayacucho, coronel Ramón Estomba, respecto al uso que se había dado a la suma de 20 000 pesos, entregados en calidad de adelanto para dicho departamento, a través del comerciante británico Guillermo Cochrane.
Al mes siguiente, el Libertador envió otra comunicación al prefecto de Arequipa, sobre cierta incongruencia que encontró en las cuentas entregadas por la tesorería de esta ciudad, en relación a los ingresos y gastos del anterior mes de junio.
En ella, puntualmente le hacía la siguiente observación: si los gastos del departamento habían sido de 59 816 pesos y quedaban como existencia 140 773 pesos, no podía entender las dificultades que decía tener “para el pago de la división Lara en el presente mes”.
La división Lara, era el nombre que recibía un cuerpo del ejército colombiano de cerca de 3500 soldados, destacado en el sur del Perú y cuya manutención obligaba a la tesorería de Arequipa a desembolsar mensualmente 40 000 pesos.
En otra carta, dirigida esta vez al prefecto del Cusco, fechada en enero de 1826, el Libertador le exigía explicaciones de por qué se había abonado al sargento mayor Francisco Aguilar la suma de 4500 pesos, cuando sólo le correspondía 4000 y “que la relación respectiva pase al ministro de Hacienda para los fines que convengan”.
De la misma forma, protestó al enterarse de que en el departamento de Ayacucho se pagaba por concepto de sueldos de oficiales, más de 9000 pesos, “que hacen más de la mitad de los que se pagan a la división entera del general Lara en Arequipa”, aseveró el jefe de Estado.
A continuación, y para mayor esclarecimiento de la situación, el Libertador ordenó al entonces prefecto de Ayacucho, coronel Estomba, rendir cuentas de su administración al coronel Juan Pardo de Zela, “que deba reemplazarle en el mando de este departamento”.
Y podía ser mucho peor. Como sucedió en noviembre de 1825, cuando el Libertador luego de tomar nota de una serie de denuncias e irregularidades, solicitó al Consejo de Gobierno, realizar una profunda investigación, especie de auditoría interna, sobre la breve administración del mariscal Toribio de Luzuriaga, quien por entonces se había desempeñado como prefecto de Huaylas, “para que si resulta indigno de un honrado funcionario su nombre sea borrado de la lista militar”.
“Entre los más importantes ramos de la administración, ninguno demanda más atención y esmero que el de las rentas nacionales, con este objetivo se ha nombrado visitador de los departamentos de Ayacucho, Cusco, Puno y Arequipa a Don Juan Evangelista Irigoyen Centeno”.
Gaceta del Gobierno de Lima (1825)
El control del clientelismo político
En esta tarea controlista que se impuso Bolívar, como encargado del Poder Ejecutivo en el Perú, los encuentros y desencuentros con algunos prefectos no sólo se relacionarían al mal manejo de los fondos públicos, sino también, con la libre disposición que hacían de los empleos para beneficiar a personas cercanas a su entorno, con el claro objetivo de constituir cierta clientela, a fin de reforzar su futuro político.
Uno de los casos más sonados, estuvo relacionado con el primer prefecto de Arequipa, coronel Francisco de Paula Otero, quien durante los pocos meses al frente del departamento, (enero-mayo 1825) nombró a algunos miembros de la Academia Lauretana para algunos cargos y puestos de confianza, incluso, les permitió tomar el control del periódico oficialista La Primavera de Arequipa; lo que generó un gran malestar en el ánimo del Libertador y explicaría, su posterior reemplazo por el general Antonio Gutiérrez de la Fuente.
Similar situación se vería en el departamento del Cuzco, entonces bajo el gobierno del general Agustín Gamarra; quien, al parecer, había incorporado en la administración prefectoral, así como en el ejército bajo su mando, a varios antiguos oficiales del ejército realista, capitulados en Ayacucho.
Luego de tomar conocimiento del tema, en carta personal, el Libertador le increpó con severidad “quién ha facultado a US para ejercer actos de pura soberanía sin una delegación expresa”. Posteriormente, le recordaría que, las únicas personas autorizadas para realizar aquellos nombramientos o colocaciones, eran su persona y el Gran Mariscal de Ayacucho (el general Sucre).
Como no podía ser de otra manera, al final, le ordenó que todos aquellos militares nombrados para algún puesto, “sean devueltos al estado de capitulados y separados de cualesquiera destinos que US les haya dado”.
Ese mismo día (27 de mayo de 1825), el dictador caraqueño escribió otra carta, ahora en tono de queja dirigida al mariscal Sucre, todavía en campaña en el Alto Perú, informándole sobre este y otros asuntos relacionados a los prefectos y autoridades del Perú; particularmente, con respecto a la concesión u otorgamiento de empleos, a varios militares capitulados en Ayacucho por parte de “autoridades incompetentes”.
Pero, no se refería únicamente a Otero o Gamarra, sino al propio general Andrés de Santa Cruz, entonces miembro del Consejo de Gobierno, quien, según se le había informado, “lleva consigo dieciséis oficiales capitulados que ha admitido al servicio del Perú”.
Este último detalle, llevaría finalmente al Libertador a emitir un decreto por el cual ordenaría terminantemente que, ningún oficial capitulado debía ser admitido en el servicio de la república, “ni colocado en ningún mando político, civil ni militar”.
Según explicaba el Dictador del Perú y presidente de la Gran Colombia, se trataba de un verdadero contrasentido en la medida de que, por un lado, él se había visto obligado con el dolor de su corazón a licenciar o separar del servicio a “sus antiguos y fieles servidores”, porque no había suficientes destinos donde colocarlos; mientras sus subalternos, llamaban y prohijaban alegremente “a los que hasta ayer le hicieron la guerra”.