Víctor Condori
Historiador
A principios de junio de 1826, comenzó a circular por las calles de la ciudad de Arequipa, un periódico titulado Interesantes cuestiones políticas aplicadas a nuestro actual Estado, firmado por un individuo que se hacía llamar el Federal y de un claro tinte oficialista.
Su contenido tenía como objetivo informar y/o convencer a la población arequipeña acerca de las bondades y ventajas de un proyecto de federación de estados entre Colombia, Perú y Bolivia; el mismo que debía estar regido por una Constitución de carácter vitalicio y gobernado por un presidente igualmente vitalicio, “con la facultad de elegir al que le ha de suceder en el mando”.
En total, fueron cuatro los números que circularon y contarían con el auspicio del prefecto del departamento, general Antonio Gutiérrez de la Fuente, quien al parecer, encargó su redacción al abogado Antonio González (el Federal), español de nacimiento y de convicciones liberales.
La Federación de los Andes
Este proyecto de federación de estados, largo tiempo concebido por Simón Bolívar, le fue comunicado al prefecto Gutiérrez de la Fuente en una carta fechada en mayo de ese mismo año.
En ella, el Libertador además de explicarle a grandes rasgos la estructura, el funcionamiento y características que debía tener el gobierno de la llamada Federación de los Andes, le hacía ver la imperiosa necesidad de “que se dé principio a este plan por Bolivia y el Perú, como que, por sus relaciones y situación local, se necesitan más uno a otro”.
Es decir, para el entonces Dictador del Perú, antes de buscarse algún tipo de federación presente o futura con la Gran Colombia, debía lograrse “la reunión del Alto y Bajo Perú […] porque sin esta reunión no se consigue el plan de federación general”.
De acuerdo con el modelo de federación propuesto por Bolívar, el Perú debía ser dividido en dos estados independientes, uno al norte y el otro al sur; este último, lo conformarían los departamentos de Arequipa, Cusco y Puno.
Ahora, con respecto a la capital del nuevo Estado, el Libertador había considerado a la ciudad de Arequipa: Porque además que le asegura la preponderancia mercantil, que naturalmente iba a perder con la separación del Alto Perú, ganará infinito con la reunión de los departamentos del Cusco, Puno y Arequipa que están destinados a formar uno de los estados de la unión.
La misión Ortiz de Zevallos
Decidido a concretar dicha alianza, Bolívar envió en junio de 1826 al diplomático Ignacio Ortiz de Zevallos como plenipotenciario del Perú ante el gobierno de Antonio José de Sucre y, como consecuencia, en noviembre de ese año se firmaron de manera preliminar dos sendos tratados, uno de federación y el otro de límites entre ambas repúblicas.
Si bien, no se presentaron demasiados inconvenientes al conocerse el primero de esos acuerdos, la situación cambiaría con respecto al segundo, pues habría de originar encendidos debates y posiciones encontradas, tanto en la capital de la república, como en la ciudad de Arequipa. La explicación la encontramos en el artículo 1.° de dicho tratado, que a la letra dice:
La línea divisoria de las dos repúblicas peruana y boliviana tomando desde la costa del mar Pacífico, será el morro de los Diablos o cabo de Sama situado a los 18° de latitud entre los puertos de Ilo y Arica hasta el pueblo de Sama, desde donde continuará por la quebrada honda en el valle de Sama, hasta la cordillera de Tacora: quedando a Bolivia el puerto de Arica y los demás comprendidos desde el grado dieciocho hasta el veintiuno y todo el territorio perteneciente a la provincia de Tacna y demás pueblos situados al sur de esta línea.
Si bien, a cambio de las provincias de Tacna, Arica y Tarapacá el gobierno peruano recibiría los territorios bolivianos de Apolobamba y Copacabana, más el pago de 5 millones de pesos a los acreedores extranjeros del Perú, al final, todo ello fue considerado insuficiente, sobre todo por las autoridades nacionales y locales.
¿La razón? No se trataba de territorios yermos, desérticos o abandonados, Arica era el segundo puerto más importante del Perú después del Callao y la provincia de Tarapacá, considerada la más productiva del departamento de Arequipa, “por los ricos y poderosos minerales que contiene”; sobre todo, en el asiento minero San Agustín de Huantajaya, el mayor productor de plata de la región.
No en balde, Huantajaya era conocido durante aquella época como, “el Potosí de Arequipa”, donde, muy a pesar de la crisis que atravesaba, todavía era capaz de producir cerca de 10 000 marcos de plata mensuales, vale decir, unos 840 000 pesos anuales.
La cesión territorial
El puerto de San Marcos de Arica, no obstante, ser considerado desde el siglo XVI como el principal punto de salida de la plata potosina con rumbo a la península y de ingreso del azogue proveniente de las minas de Huancavelica, alcanzaría una mayor importancia económica recién a partir de 1778, como consecuencia de la promulgación del Reglamento de Comercio Libre.
Este decreto, hizo de Arica uno de los 24 puertos americanos habilitados para el tráfico directo con España, lo que a su vez influiría en su transformación como la más importante puerta de ingreso al vasto mercado altoperuano. Esta condición se reforzaría con el fin de las guerras de independencia y el inicio del periodo republicano.
Todo ello habría de explicar por qué desde principios de 1826, el mariscal Antonio José de Sucre, en calidad de presidente de la república de Bolivia y representante de la élite económica del país altiplánico, comenzó a exigir a través del Libertador, la cesión de dicho puerto de manos del Estado peruano; pues según argumentaba, Arica “sólo da introducciones a Bolivia”.
En caso de no aceptarse este pedido, el mariscal Sucre amenazaba con incrementar los derechos aduaneros a todas las importaciones provenientes del sur del Perú —principalmente vinos y aguardientes arequipeños— y peor aún, buscaría declarar puerto franco, a la caleta de Cobija o La Mar.
Se trataba de una pequeña caleta ubicada en el desierto de Atacama a 600 km al sur de Arica que, pese a su desventajosa ubicación geográfica, las autoridades bolivianas tenían decidido convertirla en el mayor puerto de la nueva república.
De otro lado, aunque podría parecer contradictorio, muchos vecinos de Tacna y Arica estaban a favor de dicha federación con Bolivia y así se lo hicieron saber al Libertador, en un memorial de enero de 1826 y que a la postre decía lo siguiente.
Las relaciones de subsistencia y de comercio que hay entre los individuos de República Bolívar, y los de esta provincia; su situación local y otras circunstancias que nos interesan recíprocamente, con ventajas superiores a las que hasta ahora habían logrado, reclaman imperiosamente la separación de esta provincia de la capital de Lima, y su unión a la de Sucre; unión que por ser más perfecta está también indisoluble; de ella nace inmediatamente nuestra felicidad a la que podemos aspirar por medios justos, confiados en la protección de V.E.
El rechazo peruano
Muy a pesar de aquellos intereses e intenciones, el rechazo a la cesión de Tacna, Arica y Tarapacá fue contundente en algunos sectores y personajes de la élite política peruana.
El coronel Ramón Castilla, entonces subprefecto de su natal Tarapacá, en una carta dirigida al prefecto Gutiérrez de la Fuente, fechada en diciembre de 1826, le manifestaba su enorme malestar al haberse enterado de la cesión de tales provincias a la república de Bolivia a cambio de la entrega de “algunos millones de pesos”.
Castilla, “como peruano, hijo de este suelo”, decía que no podía estar de acuerdo con ello y entre las muchas razones, aducía que “las provincias de Arica y Tarapacá no ganaban cosa alguna”, a diferencia de la república boliviana que recibiría todas las ventajas. En definitiva, este tratado con Bolivia sentenciaba, “no debe admitirse”.
De igual opinión era el general Gutiérrez de la Fuente, tarapaqueño de nacimiento, quien en carta escrita al Libertador ese mismo mes, le hacía sentir el malestar de los vecinos de la ciudad. Decía el prefecto, “esta noticia es muy desagradable para los arequipeños y de consiguiente están muy descontentos y estoy cierto que con nada los contentan que valga más que Arica y Tarapacá”.
Y a continuación, le manifestaba su parecer personal, “a mí tampoco me agrada, porque desconozco los derechos de Bolivia para posesionarse de un territorio que siempre perteneció al Perú”. Si bien, la decisión final sobre ambos tratados correspondía tomarla al presidente del Consejo de Gobierno, general Andrés de Santa Cruz, dado que el Libertador se encontraba residiendo en Colombia; el prefecto, bastante pesimista en cuanto a la decisión que se tomaría sobre el destino final de las referidas provincias, señalaba, “yo pienso no verlo, porque en este caso estoy resuelto a marcharme a mi país”.
Precisamente, el general Santa Cruz había quedado como encargado del gobierno del Perú, luego del retiro de Bolívar y a él le correspondía tomar la última decisión sobre este asunto. En carta al prefecto de Arequipa en diciembre de 1826, le explicaba sus razones de por qué tampoco estaba muy de acuerdo con tales concesiones, no obstante, haber nacido en la ciudad de La Paz y tener numerosos amigos y aliados en Bolivia.
En primer lugar, señalaba no poder faltar al juramento que había hecho al asumir el cargo, “el de sostener la integridad de la república (peruana)” y en segundo, porque esta decisión la debería tomar un Congreso de representantes peruanos y en una legislatura ordinaria. Por tanto, sentenciaba:
Yo no quiero persuadirme que ningún poder ejecutivo puede desmembrar el territorio, cuya integridad he jurado sostener y esto para mí sería mucho más comprometido que para otro alguno; no lo haré porque no debo, porque no puedo y porque no quiero abusar de la confianza que el Perú ha depositado en mi buena fe. Por el contrario, estoy resuelto a sostener a toda costa esta confianza y esta integridad nacional, mientras no llegue el momento de que sea relevado de mis juramentos.
Finalmente, el 18 de diciembre de 1826, el gobierno peruano rechazó definitivamente ambos tratados, al considerar que estos eran en realidad mucho más ventajosos para la república de Bolivia que para el Perú. Ahora, con respecto al Tratado de Límites, el ministro José María Pando esgrimiría una serie de argumentos, siendo el primero de ellos:
Porque en compensación de puertos y territorios que son en sumo grado necesarios para fomentar su comercio y prosperidad, tan sólo se promete amortizar cinco millones de la deuda extranjera del Perú; promesa que sería siempre ilusoria, aunque no fuese tan mezquina, ya por el estado precario en que V.S. asegura se hallan las rentas públicas de ese Estado (Bolivia), ya porque nuestros mismos acreedores rehusarían infaliblemente cambiar un deudor embarazado, pero que presenta recursos y garantías, por otro que se encuentra desnudo de unos y de otros.
Otra de las razones para este rechazo, estuvo en la intención del gobierno de Sucre de obligar al Perú a renunciar por completo a su derecho de cobrar la deuda que este país tenía con el nuestro, a causa de los gastos incurridos durante la larga y desastrosa guerra de Independencia que, como se sabe, terminó con la completa liberación del territorio alto peruano, luego de la derrota del general realista Pedro Antonio de Olañeta en abril de 1825; y según los cálculos más conservadores, la deuda llegaría a alcanzar la nada despreciable cifra de seis millones de pesos.