¿Todo tiempo pasado fue mejor?

Las cosas no son buenas o malas por ser antiguas o acostumbradas. El criterio de bondad debe ser examinado con independencia del temporal.

Luis Fernando Gutiérrez
Filósofo

Todos estamos familiarizados con esta famosa idea que puede expresarse con la sentencia: “Todo está siempre cambiando y todo cambia para bien”. Aunque fue sobre todo el emblema del ingenuo optimismo ilustrado, especialmente del siglo XIX —y tendría que haber desaparecido ante la evidencia abrumadora en contra de lo que significaron las dos guerras mundiales— lo cierto es que sigue activo y presente en diferentes ambientes culturales.

El mito del cambio

La idea no aparece normalmente formulada de manera explícita, pero es la creencia que está detrás de muchas afirmaciones y actitudes. Cuando, por ejemplo, se usa despectivamente la categoría de ‘cavernícola’ o ‘anticuado’ para criticar una postura o costumbre, se está asumiendo este mito como verdadero.

Muchas veces se exige en diferentes ámbitos el “adaptarse a los nuevos tiempos”. Y esto está bien siempre y cuando no se entienda por ‘adaptación’ el sustituir acríticamente los propios principios, valores y costumbres por los que aparecen como socialmente más aceptados o estadísticamente más practicados. En este segundo caso también estaríamos cayendo en el mito del cambio-progreso.

La evidencia de los hechos históricos y la lógica sana muestran que se trata de una doble falacia de sobregeneralización: ni todo cambia, ni todo cambio es para bien.

Nostalgia del pasado

En el extremo contrario a esta postura se puede encontrar lo que algunos llaman la “nostalgia de una mítica edad de oro”. Frente a diversas realidades que vivimos en nuestro tiempo en el mundo es común escuchar expresiones como, por ejemplo: “Este mundo cada vez está peor…”, “No sé dónde vamos a terminar”, “Los jóvenes de hoy en día no dan esperanza”, “Se han perdido todos los valores” y otras similares que van en la línea de criticar el presente contrastándolo nostálgicamente con un pasado dorado. Es la consabida idea de que todo tiempo pasado fue mejor.

La aceptación de que goza esta creencia resulta entendible frente a realidades verdaderamente lamentables que se viven en nuestro tiempo como el crecimiento de la promiscuidad sexual, la legalización del aborto y la eutanasia, la cada vez más amplia imposición cultural y social de la ideología de género, etc. Pero si la examinamos con atención se trata también de una falacia de sobregeneralización: no todo lo del pasado, ni en todos los aspectos, fue mejor que el presente.

Esta creencia responde en parte a que al ser humano le es mucho más fácil caer en la ensoñación y la ilusión cuando lee o escucha las descripciones positivas del pasado que imaginarse y sufrir con los aspectos negativos del mismo. Cuando pensamos en la Antigua Grecia nos imaginamos como hombres libres, filósofos, gobernantes o poetas; raramente como bárbaros esclavos.

Cuando pensamos en la mal llamada Edad Media nos imaginamos como reyes, príncipes o nobles; no como siervos o gente del pueblo. Cuando pensamos en el Renacimiento y la modernidad nos imaginamos como exploradores, colonizadores, científicos o ricos comerciantes; no como esclavos negros.

A esto se suma un saludable mecanismo psicológico por el que los seres humanos, en la mayoría de los casos, no recordamos con igual intensidad los aspectos negativos de nuestras experiencias pasadas que los positivos.

Se podrían citar muchísimas cosas malas del pasado que gracias a Dios ya no están en nuestro mundo presente como la institución de la esclavitud como práctica legal en Occidente, o la rígida estratificación social por razones de nacimiento y sangre con la consiguiente diferencia de derechos fundamentales reconocidos.

Sin embargo, el mejor argumento en contra de esta creencia es su antigüedad y omnipresencia en la historia. En casi todas las épocas se pueden encontrar testimonios de esta actitud nostálgica frente a un cierto pasado desde el que se critica el presente. Los mismos presentes que eran criticados duramente por quienes vivían en ellos eran añorados como pasados idílicos por quienes vinieron después.

El mismo San Agustín tuvo que combatir esta idea falaz ¡ya en el siglo III! Interpelaba a los oyentes preguntándoles: “¿Por qué piensas, pues, que los tiempos pasados fueron mejores que los tuyos?” y tras recordar acontecimientos históricos concretos increpaba: “¡Cuáles fueron aquellos tiempos! ¿No es verdad que todos, al leer sobre ellos, nos horrorizamos? Por esto, más que murmurar de nuestro tiempo, lo que debemos hacer es congratularnos de él”.

Posturas equivocadas

Tanto el mito del cambio-progreso como la nostalgia por el mítico pasado son aproximaciones distorsionadas a la realidad que hacen mucho daño y dificultan responder adecuadamente ante ella.

Aunque son extremos opuestos, ambos tienen el mismo error en su raíz: el de hacer una traslación ilegítima desde la localización de algo en el tiempo a la valoración de su moralidad o conveniencia. Las cosas no son buenas o malas por ser antiguas o acostumbradas. Tampoco son buenas o malas por ser nuevas y modernas.

El criterio de bondad debe ser examinado con independencia del temporal. No se continúa haciendo algo simplemente porque siempre se ha hecho así ni tampoco se asume algo nuevo simplemente porque es lo último. Lo uno y lo otro deben ser contrastados en su bondad y conveniencia objetivas de acuerdo a la realidad concreta en que se buscan aplicar. Los criterios para esta valoración deben venir de la recta razón iluminada por la fe.

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