Sabina (no, no es el cantante)

Por: Manuel Rodríguez Canales
Teólogo

Sabina era una chola con cuatro dientes que te trataba de usted y te hablaba de tú. Cuando sonreía, su cara de momia esbozaba una mueca que para quien no la conocía podía significar dolor. Digo cuando sonreía de manera muy impropia ya que una sola vez la vi sonreír. O me pareció. Hablaba poco o nada.

Estaba acostumbrada desde hace siglos a que nadie la mirara. En esa época yo estudiaba en la universidad y ella daba pensión. Un día en que almorzaba solo y ella me servía le pregunté por su vida. Daba la impresión de haber hecho un resumen que se repetía indefinidamente en su interior. No era largo. Ni poético. Pero hondo como las quebradas serranas. Había nacido en una provincia del Cusco, había venido con su hermana a Arequipa cuando su pueblo fue arrasado por el terrorismo.

Estuvo internada donde unas monjas que le enseñaron a cocinar ese menestrón delicioso que humeaba en mi plato. Luego se fue a Pucallpa y se casó con Jacinto, el que ahora era jardinero de la universidad. Recordé a Jacinto, era ese hombrecito de mameluco azul cuya primera reacción frente a la vida era una sonrisa infantil. En Pucallpa había ranas por todas partes. Feo era. “La calor” era uff. Luego se fue a Lima y de allí regresó a Arequipa. Y ahora trabajaba aquí.

Un buen día Sabina me dijo: “bueno señor te vas a quedar solo porque me voy al cielo” “¿Cómo así?” Le pregunté. “No te importa señor”. Me dijo con todo respeto. Yo pensé que se iba a morir. Nada más lejos pero no menos extraordinario. Sabina se iba en avión a Estados Unidos. Por eso decía lo del cielo con india ironía. Cómo se habrá burlado de mi gesto de pena.

Tengo como excusa que ni el arqueólogo más experto podría leer su cara de momia. Lo que ocurría es que en Lima, se había encontrado con una señora de una ONG que se llamaba LMP (“La Mujer al Poder”). Reuniones van y vienen Sabina se hizo experta en el feminismo de género. Su esposo le pidió que no se fuera. “¿A dónde vas a ir Sabinita?” “Cállate opresor, no quiero volverte a ver” y le dio un cocacho. El pobre Jacinto cogió su bicicleta, su máquina de cortar pasto y salió a trabajar. La lluvia impedía ver cuánto lloraba por su Sabina.

El auditorio tenía un frío parecido al de Arequipa pero amortiguado por las finas y silenciosas alfombras. Las narices respingadas de las señoras brillaban a pesar del polvo que constantemente se ponían. Sabina observaba. Le habían dicho que se vista con ropa típica de su país, pero como ella había vivido en Cusco, en Pucallpa, en Arequipa y en Lima se puso pollera colorada, collar de huayruros, sombrero cabana y su buzo “Monty, hazte notar” que tenía muchos años pero que abrigaba y todavía tenía el cierre completo. Las señoras eran igualitas a las que salían en televisión. Todas se tomaban fotos con ella. Sabina se daba cuenta de que la trataban con respeto exagerado.

Subió la primera oradora: “el género es una construcción cultural inventada por una sociedad patriarcal para oprimir a la mujer. Los roles sexuales no corresponden a la naturaleza humana sino que pueden ser creativamente inventados según la circunstancia. En realidad la naturaleza humana no existe”. Entre aplausos y chillidos entusiásticos, se agitaron los carteles en inglés, hindú, egipcio, japonés. Pero Sabina no sabía leer.
Se mareaba.

De pronto comenzó a ver que la mujer que hablaba se iba convirtiendo en uno de esos ídolos que había visto de niña en mano de los brujos que de vez en cuando bajaban a su pueblo. Eran unos pequeños monstruos que producían mal de ojo y hacían morir a los niños. Por eso las mamás escondían a sus hijos de los brujos. Largos colmillos, cerdas en vez de cabello, piel de reptil, ojos infinitamente malignos. Un miedo infinito como la maldad de esos ojos se apoderó de Sabina.

La oradora seguía con su discurso: “por eso el aborto es un derecho, las mujeres no deben ser sometidas a la maternidad. Sus hijos deben ser entregados a organismos que les permitan ser libres”. No pudo más. Vomitó. Sabina nunca había sufrido del estómago. Nunca se había mareado. Estaba embarazada.

La despertó la luz de neón. Una barbilla embozada en tela verde dio paso a una nariz sobre la que descansaban un par de lentes. Era una doctora. “Sabinita, hija, menos mal”. Hablaba con acento de su tierra pero olía como las señoras del auditorio: chanel 5, poison, samsara, inocence. Sabina nunca vería esos pomos tan caros. Le soltó un conmovedor discurso sobre la historia humana, la opresión de las mujeres en la sierra, el alcoholismo, la tremenda miseria que amenazaba a sus hijos.

Le habló de la gran promesa que ella significaba para la organización. Le enseñarían a vestirse, a comer, a leer y escribir, a hablar en público. Le dijo que ya era hora de dar una respuesta y que ella estaba llamada a llevar la luz a sus hermanas y no dejarse engañar por los hombres nuevamente. Le habló de las tentaciones que sentiría de querer ser madre, le sugirió técnicas para evitarlas.

Sabina callaba hasta que los lentes dejaron ver nuevamente los ojos malignos de los ídolos. Controló su pánico como pudo. La doctora le siguió hablando. Ahora le decía que le iban a hacer una operación muy sencilla. Tenían que sacarle lo que la estaba haciendo sentir mal. En la última frase comprendió que esa mujer estaba hablando de su hijo. Que la estaba engañando.

Que quería matar a su hijo. A su guagua. Ladinamente soltó un brazo dejándolo colgado sobre el borde de la camilla. La doctora le sonreía beatíficamente y se había quitado la máscara. Era chola como ella pero empolvada y con nariz respingada como las señoras. De pronto Sabina sacó su mejor derechazo. Todos los incisivos y la cirugía nasal se hundieron en la cara de la doctora y Sabina salió corriendo por los pasillos gritando insultos en quechua: “Supaypaguagua, terroristas de mierda”. Recién recordaba dónde había oído esos discursos. En fin, no se demoró nada en subir a su avión. Nada la sorprendía ya. Bajó en Lima. Subió a su Ormeño.

Jacinto comía una mala sopa de habas en la cocina. Nunca había sabido cocinar. Estaba tan triste que no la había visto entrar. Sabina lloró y la lluvia no pudo disimular su amor. Han pasado veinte años desde entonces. “El rincón de Sabina” es una vieja picantería en Sachaca. La hija de la dueña prepara el mejor menestrón que podrías comer en esta vida. Y tal vez en la otra.

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