Rico para sí mismo, rico para Dios

¿Qué lección nos dejó Jesús sobre el uso del dinero?

Javier Gutiérrez Fernández-Cuervo

¿Se puede tener dinero e ir al cielo? En los evangelios vemos a Jesús hablando del rico Epulón “en la morada de los muertos, en medio de tormentos” (Lc 16,23), y le escuchamos aseverar que “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de Dios” (Mc 10,25), y que “no se puede servir a Dios y al dinero” (Mt 6,24). Además, por otro lado, le dijo a sus discípulos: “Bienaventurados los pobres, porque de ustedes es el reino de Dios”.

Sin embargo, nos encontramos también con personajes admirables que han sido poseedores de grandes riquezas: desde los fariseos amigos de Jesús —Nicodemo y José de Arimatea— hasta grandes santos, como san Luis, rey de Francia; santa Isabel de Hungría; san Francisco de Borja; y tantísimos otros. Incluso vemos empresarios acaudalados del último siglo, que en la actualidad se encuentran en proceso de beatificación, como el siervo de Dios Enrique Shaw.

¿Existe aquí, por tanto, una contradicción? Ni mucho menos. El problema en este caso, como tantas veces sufrieron los apóstoles, es que nos cuesta comprender el lenguaje de Jesús. Al respecto, san Pablo nos puede dar unas luces cuando dice: “Ustedes, por su parte, aspiren a los carismas superiores” (1Co 12,31); para luego mostrarnos su hermosísimo himno a la caridad: “Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres, si no tengo amor, no me sirve para nada” (1Co 13,3).

Rico para Dios

Como diría san Agustín, “ama y haz lo que quieras” porque el punto para ser santo no es cuán poco dinero tienes en el bolsillo, sino cuánto amas. El rico Epulón no sufría el tormento por ser rico, sino por no haber amado al pobre Lázaro. Cuando Jesús habla del camello y la aguja, lo hace tras la marcha del joven rico que amaba sus riquezas por encima de Dios, y el asunto lo concluye diciendo: “Para los hombres es imposible, pero no para Dios porque para él todo es posible” (Mt 10,27).

Así, conscientes de que todo poder proviene de Dios —también el poder adquisitivo— podemos poner la riqueza al servicio de Dios por la santa comunión de los bienes materiales. De modo que ya no se sirve al dinero, sino a Dios. Como Jesús nos ejemplifica con el rico necio que acumulaba el granero y moriría esa misma noche: “Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios” (Lc 12,21); hay una riqueza para sí y una riqueza ante Dios.

Sin límites

Hasta hace algunas décadas, solo los de alta alcurnia podían aspirar a ser sacerdotes. Hoy, no solo no existe ese límite, sino que se está redescubriendo en los seglares (los no consagrados) su misión olvidada en la modernidad: la santificación del orden temporal. Así, siendo un buen profesional o empresario —dedicado como el multimillonario Tom Monaghan a evangelizar y a gastar millones de dólares en iniciativas verdaderamente efectivas—, se puede ser un santo rico.

Sea que los talentos obtenidos sean carismas espirituales o bienes materiales, no tengamos miedo de ponerlos en juego para obtener ganancias, siempre que estas se las entreguemos a su Señor. De Él son todas las riquezas, nosotros somos pobres administradores que hacemos lo que podemos por amor: amor a Él, que nos da lo que tenemos, y al prójimo, por quien nos es debido velar, también materialmente.


Importante

Si es difícil ser rico e ir al cielo, es porque “a quien se le dio mucho, mucho se le reclamará” (Lc 12,48). Igual sucede con los bienes espirituales.

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