Octubre neoyorquino

Copetín era bajo y como todos los hombres bajos, de espalda muy recta, casi convexa, lo que colocaba su barbilla en postura preeminente enarbolando un orgullo algo cómico, sobre todo por el contraste con su tamañito. Algo cómico sí, pero a la vez muy serio: llevaba toda su familia y heráldica en cada gesto. Los Copetines eran la médula de la historia del Perú. Había sido criado con cubiertos de plata y baberos bordados en Londres, entre lecciones de piano y arañas de cristal. Su nombre completo era en realidad don Copetín Rimbombón de la Pirinola.

Matón era grandazo y con el macizo cuerpo mapeado a cicatrices. Zambo. No tenía más nombres que ese: Matón. Creció solo como una malahierba, entre seis hermanos que se arranchaban la comida. Su patio de tierra tenía un rincón ennegrecido de leña siempre encendida calentando un grasiento cilindro. Los chanchos de dudosísima procedencia eran cortados a cuadros por su solitaria y gigantesca mamá y tirados al aceite hirviente. De allí, Matón y sus hermanos los llevaban a las mesas en la que camioneros, muchachones en moto y algunos tablistas en plan de ser del pueblo comían pan con chicharrón y café con leche en jarro de loza. El paisaje, marino y gris como su piel de pobre, se le grabó en los ojos. Ojos de zambo, chinos, saltones y rojizos.

Enteco era lo que llamaríamos un bueno para nada. La tristeza se le había hecho honda pereza esculpida en las paredes sin tarrajear de su cacharroso cuarto. Allí había un cubo mágico, una colección de yoyós Russel, paleta-pelota, destapadores, el poster de Argentina 78, y cuanto cachivache para perder el tiempo puedas recordar. En realidad, vivía en el pasado, en ese lugar paradisíaco y prerresponsable llamado colegio que recordaba con precisión milimétrica.

Es que allí fue donde casi se enamoró, casi se bronqueó y, en fin, casi vivió. Tenía ya, como Copetín y Matón, treinta y cinco años. Enteco era flaquísimo y pálido pero no dejaba de ser bien parecido. Su bondadosísima madre soñó siempre con verlo casado y encaminado. Nunca se cumplió.

El pequeño ejecutivo bajó del taxi con su consabido rostro de preocupación financiera. Un inmenso moreno de guantes blancos y vestido como Idi Amín le abrió las doradas puertas del Ritz. En el hall, un botones escuálido y tristísimo recibió sus maletas en silencio y lo acompañó a su habitación sin aceptarle la propina.

Después de acomodar sus cosas, Copetín llamó al servicio y Enteco lo atendió en silencio porque no hablaba muy bien el inglés que le dicen inglés, sino uno norteamericano bárbaro que balbuceaba desde hace dos años, y el señor bajito parecía efectiva-
mente un lord. Se miraron sin comprenderse y Copetín se dirigió a la salida para desde allí unirse al torrente abrigado con distintas elegancias que recorre todos los días sin detenerse las calles de Nueva York.

Le abrió la puerta Matón quien lo saludó con respeto y en silencio al no saber el idioma que hablaba. Prudencia de portero elegante que no importuna. Sin embargo Copetín lo miró casi con cariño y Matón vio en él algo familiar.

En la noche, Copetín cenaba en el comedor del hotel con importantes inversores japoneses, Enteco mascaba su soledad en el Mc Donald aledaño y Matón seguía en la puerta. De pronto se escuchó el sonido de la banda y su dolorosa marcha. Copetín hizo una venia de karateka y salió del comedor. Matón dejó la puerta al botones de turno y Enteco abandonó su hamburguesa.

Se encontraron en medio del mar morado ¿Sorry, usted no work in the Ritz? ¿Tú eres peruano? Sí. Matón se convirtió en un cargador y la quinta avenida en la avenida Tacna. Sólo que la famosa calle norteamericana era, en esto, una pobre copia de su piadoso original. Enteco miraba sorprendido el cambio. Ya no era Idi Amín sino Matón Gonzales o algo de eso. Enteco dejo de ser una especie de balcánico desnutrido para ser el flaco Rázuri o algo de eso. Manya, de qué parte eres. De La Victoria. Del Rímac.

Al mismo tiempo lloraban “con paso firme de buen cristiano, hagamos grande nuestro Perú”. Y de pronto, a su lado apareció (o ya estaba hace rato) el aristocrático Copetín. Los dos sirvientes del Ritz lo miraron y lo reconocieron sin conocerlo: “¿Y tú de dónde eres?” “De San Isidro” y don Copetín se sumó al llanto del mar morado “y unidos todos como una fuerza”, una tarde de octubre en Nueva York, la capital babilónica del imperio, tres peruanos muy distintos pero igualitos, dieron testimonio de su fe en el Señor que añadía a sus milagros, éste de unirlos para cantar su Gloria en medio de la increencia y el desprecio del imperio.

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