Geraldine Canasas Gutiérrez
Sumergidos en el caos vehicular que diariamente nos roba tiempo, energía y buen humor, bastan y sobran minutos para recordar aquellas épocas en las que transitar por nuestra ciudad, llegar a tiempo al trabajo o correr al encuentro del amor no requería en absoluto destrezas ni acciones titánicas. Hoy, claro, es impensable; pero reiteramos: el fin de esta nota, ahora, es ponernos melancólicos.
Érase que era
La memoria nos lleva hasta el 14 de agosto de 1875. Ese año, un ‘novedoso’ sistema de transporte se estrenaba en la ciudad: el ‘tranvía de sangre’. Un par de mulas jalaban un vagón en medio de la algarabía del pueblo.
Como por ese entonces las calles de Arequipa eran complicadas trochas, la travesía era lenta en favor de los animales y de las personas que en cada parada comían bocanadas de polvo. Dentro de este pequeño vagón, el tiempo se prestaba para conversar haciendo ameno el recorrido.
Electrificación
Fue en 1907 cuando el Concejo Provincial de Arequipa otorga a Carlos Espejo y Ureta, ciudadano y residente local, la concesión para la construcción y explotación de un nuevo sistema de transporte que consistía en la electrificación del tranvía usado hasta entonces; atrás quedaron las mulas con sus jadeos y la desagradable polvareda: un nuevo transporte se abría paso en nuestra ciudad.
Debido al costo y a la maratónica tarea de crear el camino para este nuevo tranvía, Espejo y Ureta vendió sus derechos en 1911 a WR Grace Co. de Nueva York; esta empresa registró a su nombre el tranvía eléctrico de Arequipa y, junto con JG Brill Co. de Filadelfia, enviaron a la ciudad 14 coches para pasajeros. Luego, el 18 de julio de 1913 iniciaron formalmente sus operaciones en nuestra ciudad.
No pasó mucho tiempo para que la gente catalogara a este nuevo transporte como eficaz y puntual, pero sobre todo ¡romántico! Sí, eso era. Muchas historias de amor nacieron en este desaparecido medio de transporte.
Cuenta Pablo Olivares Riveros, vecino de Antiquilla, que los escolares se colgaban en el tranvía para no pagar el pasaje; los famosos ‘gorreros’ eran entonces bajados a gritos por los inspectores, los cobradores de antaño.
Julia Elena Torres Quintanilla recuerda que el tranvía era el lugar perfecto para los amores furtivos; era común ver a las parejas de jóvenes que se sentaban en la parte posterior a contarse todo lo que habían hecho en el día, con esa ternura y respeto que ha desaparecido. Y no podían faltar tampoco hombres como don Ricardo Revelly Salazar, quien nunca perdió la oportunidad de subirse o colgarse del tranvía para enamorar a alguna joven mozuela con piropos gentiles, colmados de gracia y salero.
No faltaban tampoco los buenos modales: buenos días, buenas tardes y buenas noches; ceder el asiento era una obligación de caballeros; y agradecer con una sonrisa cortés, el deber de una dama. Al escuchar los relatos de estos hombres y mujeres se desprende claramente la añoranza de estas costumbres perdidas y el sinsabor que produce la comparación de un antes y un después en el transporte de nuestra ciudad.
Otro tiempo
El 9 de enero de 1966 y tras 53 años trasladando pasajeros y románticas historias, el tranvía fue declarado oficialmente fuera de servicio. La modernidad volvía a sorprendernos con otro medio de transporte, probablemente más rápido y menos costoso, pero indiferente a la posibilidad de que sus usuarios puedan además socializar cortésmente.
Resulta curioso pensar que un siglo atrás, por las pequeñas callecitas de nuestra ciudad, convivían en orden los tranvías, los autos particulares, la gente de a pie y la lechera, sentada en su mula y abriéndose paso por doquier. Resulta curioso, sí, porque esta situación diaria no era un tormento para nadie, mucho menos para los conductores.
Ciertamente un transporte para otro tiempo; impensable para todos los que hoy en día moramos en esta ciudad. Pero nunca está de más ponerse algo nostálgico unos minutitos, mientras somos presas del ruido, la contaminación y el enorme panorama de ticos y combis.