Lenin: radiografía del infierno

Dos películas, dos revolucionarios y un genocidio (II)

La burocracia, el culto a la estadística inhumana y la obsesión por el control fueron características propias de Lenin.

César Belan

Circula una bonita comedia con el título Good bye, Lenin (2003). Sin embargo, y sin cuestionar la película en sí, me pregunto: ¿Alguien se atrevería a hacer una comedia con el título Good bye, Hitler? Creo que no. Ese nombre está lo suficientemente demonizado como para que una comedia así sea considerada de mal gusto. Sin embargo, ¿no fue Lenin un genocida más atroz que Hitler? A pesar de las cifras de muertos, ¿no es Lenin quien forjara la maquinaria del mal que después utilizaría Stalin, Mao y el propio Hitler? La respuesta a ello tiene que ver con la ‘construcción’ de la imagen de este genocida que han hecho sus adeptos de la izquierda, en especial, intelectuales y artistas. Imagen que nada tiene que ver con una realidad que es necesario conocer.

Retrato

Este pequeño hombre calvo, de enérgicas facciones y mirada severa era sobre todo un ser ‘religioso’. Profesaba una fe degradada y secular, pero de una manera envidiable. Johnson señala que, de haber nacido en el siglo XVI, sería un celoso seguidor de Calvino por su “confianza ciega en la organización, su capacidad para crearla y después dominarla totalmente, su puritanismo, su apasionada convicción de la propia virtud y, sobre todo, su intolerancia”. 

Es sabido que el comunismo constituye una versión adulterada del cristianismo. La más atroz y la más perfecta de todas las herejías, diría algún teólogo.  Para Lenin, pues, el proletariado constituía ese “pueblo elegido” por la historia; la providencia divina se expresaba secularmente en términos de “necesidad histórica”; y, finalmente, el mesías redentor sería el partido, y más específicamente él, su líder, el vozhd. Paradójicamente, su espíritu religioso se confirmaría también en la tremenda persecución que desencadenó contra las Iglesias, especialmente, la ortodoxa.

Good bye, Lenin (2003) es una comedia que narra la historia de Alex, un joven cuya madre, Christine, es una convencida del buen hacer comunista en Alemania.
Para Lenin, el proletariado era el “pueblo elegido” por la historia y él, su mesías.

Bajo un ropaje de gentileza y dulzura se escondía una crueldad inhumana que solo puede ser concebida desde la ideología.

Sectarismo

Otra característica fue su sectarismo. En busca de una militancia auténtica y devota —una que estuviera a la altura de su ardor revolucionario— disgregó paulatinamente el poder en camarillas cada vez más selectas y enfrentadas unas con otras. 

Estos iniciados —que forzosamente cumplían su voluntad como si fuera palabra divina— eran ni más ni menos que una tropa de fanáticos y oportunistas; todos ellos mediocres, puesto que el líder no podría soportar a nadie que hiciera sombra a sus consignas o a quien con su sola presencia evidenciara la miseria de su pensamiento. Trotsky describió de forma muy elocuente el espíritu sectario con estas palabras: “En el esquema leninista, el partido toma el lugar de la clase obrera. La organización del partido sustituye al partido. El Comité Central, a su vez, sustituye la organización; finalmente el dictador toma el lugar del Comité Central”. Así pues, según ese sistema, “la vida se apagó paulatinamente en todas las instituciones que no conservaron más que la apariencia; el único elemento activo fue así la burocracia”. 

Burocracia inhumana

La burocracia, el culto a la estadística inhumana y la obsesión por el control serán las otras características fundamentales del genio de Lenin. Para el revolucionario, no podía haber humanidad, solo debía existir control. 

Bajo un ropaje de gentileza y dulzura se escondía una crueldad inhumana que solo puede ser concebida desde la ideología. Son muchos los testimonios que muestran al líder preocupado por los familiares de sus compañeros, preguntando por la salud de tal o cual camarada con verdadero pesar; y por la noche estaría ordenando el fusilamiento de esa misma familia. Esto, porque uno debía, a pesar de su conciencia, sacrificar millones de personas por el “triunfo de la humanidad”. Lenin alguna vez confesó al escritor Máximo Gorki que se negaba a escuchar música porque ella “nos induce a decir cosas estúpidas y agradables, y a acariciar la cabeza de la gente que puede crear tanta belleza al mismo tiempo que vive en este perverso infierno. Pero uno no debe acariciar la cabeza de nadie porque puede terminar con la mano mordida”. 

La otra cara de la inhumanidad era el culto al cálculo. En su delirio de manejar y centralizarlo todo, Lenin inventó una monstruosidad: “la economía planificada”. Él pensaba absolutamente en términos de control, no de producción. Creía que, como por arte de magia, el control —y no las personas en ejercicio de sus virtudes— generaba el progreso. Una vez más, Johnson lo describe afortunadamente: “[Lenin] ignoraba por completo el proceso en virtud del cual se crea riqueza. Lo que él deseaba era obtener cifras: a lo largo de toda su vida había manifestado un apetito insaciable de informes. Uno a veces sospecha que Lenin había sido un genial tenedor de libros que se esforzaba por salir a la superficie y bombardear el mundo con libros de contabilidad”. A sus ojos, las estadísticas constituían la prueba del éxito. Estaba, pues, incapacitado de ver a los hombres cara a cara.

La revolución permanente por el terror

¿Y cómo mantener la dictadura de aquel quien descree de todos menos de sí mismo? La respuesta solo es una: el terror. La violencia fue, pues, el mecanismo fundamental para llevar a cabo la cruzada de Lenin. Él mismo señalaría: “Un régimen dispuesto a ejercer un terror ilimitado no puede ser derrumbado”. Y no hablamos de cualquier violencia, sino de la más absurda, es decir, la más arbitraria posible. 

Más allá de los exterminios perpetrados por la Cheka (policía secreta soviética), lo más aberrante radica en cómo Lenin indujo a sus agentes a la aplicación del castigo de forma totalmente irracional. Él los exhortaba a ejecutar a una “cuota” de personas al mes, al margen de ser o no inocentes. Esto, por la necesidad de mantener un estado permanente de terror. Luego, apuntalaría un ambiente general de sospecha promoviendo las delaciones sin prueba alguna, sobre todo, en el seno del partido.  

Pero esto no era lo peor. Como lo señalaba un disidente soviético: “Lo más degradante, más allá de la muerte, violación y tortura, era que en todo momento nos obligaban a llamar mal al bien, y bien al mal”. Forzar a la gente a hacer y a aplaudir actos irracionales, conociendo lo absurdo de esos actos —y solo por el placer de ejercitar el poder hasta las últimas consecuencias—, constituyó una violación brutal de la conciencia, la mayor degradación que se puede hacer a un ser humano. Como Wat señaló al describir el totalitarismo soviético: “Se pretendió matar la vida interna del hombre, provocar su agonía psíquica”.

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