Víctor Condori
Durante los dos primeros siglos del Virreinato del Perú, la defensa del Imperio hispano en Indias había corrido bajo la responsabilidad directa de los propios vecinos americanos, quienes estuvieron obligados a acudir al llamado de sus autoridades locales en el caso de alguna invasión de un ejército extranjero, una incursión de piratas o corsarios, o frente a algún levantamiento indígena.
En realidad, las únicas fuerzas regulares o batallones fijos se encontraban destacados en las fronteras norte y sur de Hispanoamérica y en contadas fortalezas defensivas construidas en lugares muy sensibles para la economía española, como los puertos de La Habana, Cartagena de Indias, Portobelo, Veracruz y el Callao.
Esta conservadora política defensiva fue mantenida por los borbones hasta 1762, cuando, como consecuencia del ingreso de España —en alianza con Francia— en la guerra de los Siete Años, sufrió una grave derrota por parte de los ingleses. Ellos, fácilmente, capturaron los puertos de La Habana y Manila, en la lejana Filipinas. En respuesta, en 1763, el rey Carlos III, ante el temor de perder todas sus posesiones americanas, aprobó un plan de reforma militar en todo el territorio ultramarino.
Este plan consistía en el envío de un numeroso contingente militar compuesto por tropas veteranas peninsulares hacia las diferentes regiones del Nuevo Mundo, empezando por las islas de Cuba y Puerto Rico. El objetivo no solo era asegurar la defensa de tales plazas, sino también organizar y entrenar en las distintas ciudades regimientos de milicias disciplinadas —denominadas provinciales—, integradas básicamente por vecinos y residentes.
Incentivos
Con el fin de asegurar la participación voluntaria de los criollos americanos —no solo como soldados y oficiales, sino también financiando con su propio peculio el armamento, el vestuario e incluso el pago de los batallones—, la corona española aprobó varios reglamentos de milicias.
Así, concedió privilegios de diversa índole, entre los que se encontraban la apertura comercial hacia ciertas regiones antes prohibidas, la exoneración en el pago de algunos impuestos, la concesión de importantes grados militares, el uso del prestigioso uniforme militar y, sobre todo, el goce del fuero militar.
Este último era un privilegio judicial por el que un soldado debía comparecer ante la jurisdicción militar tanto en las causas civiles como las criminales, vale decir, el derecho a ser juzgado solo por un tribunal militar compuesto por oficiales superiores de su regimiento, liberándose de ese modo de la justicia ordinaria.
En el virreinato
En el Perú, el encargado de llevar adelante tales reformas fue el virrey Manuel de Amat (1761-1776), quien con ayuda de las principales autoridades políticas del virreinato en poco tiempo logró conformar una inmensa fuerza miliciana, para beneplácito del rey. Aquella estaba compuesta por cerca de 50 000 hombres, divididos en regimientos, batallones y compañías de infantería, caballería y dragones, es decir, infantería montada.
Diez años después, esta fuerza se incrementó hasta alcanzar los 100 000 hombres. Sin embargo, como lo denunciaron posteriormente numerosas autoridades militares, muy pocos batallones de milicias, y casi todos localizados en Lima, contaban con entrenamiento militar suficiente, armas o uniformes.
En ese sentido, eran incapaces de hacer frente a alguna invasión extranjera o incluso debelar algún levantamiento indígena. Esto se demostró durante la rebelión de Túpac Amaru II, cuando los principales protagonistas fueron un batallón fijo enviado desde el Callao y las fuerzas irregulares reclutadas por algunos jefes indígenas leales, como Mateo García Pumacahua, cacique de Chinchero.
La verdadera reforma militar se produjo durante el gobierno del virrey Francisco Gil de Taboada y Lemos (1790-1796), que tomó como base el Reglamento de Milicias de la Isla de Cuba de 1769 y estuvo bajo la atenta vigilancia del inspector general, Gabriel de Avilés. Esta reorganización buscó poner en pie de disciplinadas jefaturas cerca de 30 000 hombres, divididos en tres comandancias: norte, centro y sur.
En Arequipa
En la provincia de Arequipa se constituyeron dos regimientos: caballería, con 770 hombres, e infantería, con 1786, entre soldados y oficiales. Los primeros estaban integrados por labradores y artesanos, y los segundos, por comerciantes, mineros, hacendados, propietarios y demás miembros de la élite local.
Todos ellos acudieron masivamente y de forma entusiasta al llamado de las autoridades virreinales y estuvieron atraídos no solo por las ventajas del fuero militar, sino también por la imperiosa necesidad de conservar el estatus y el prestigio social amenazado por la política anticriolla de los borbones y utilizar este nuevo poder como un medio de control sobre las clases populares.
Así, con el inicio de las guerras de Independencia, las milicias arequipeñas cumplirán un papel muy destacado, claro está, defendiendo las banderas del rey. Primero, en la derrota de los ejércitos patriotas argentinos en el Alto Perú; luego, contra la rebelión cuzqueña, encabezada por los hermanos Angulo; y posteriormente, en la fase final de la lucha por la Independencia, que terminó en los campos de Ayacucho en diciembre de 1824.
DATOS
En el Perú, el encargado de llevar adelante las reformas militares fue el virrey Manuel de Amat (1761-1776), con ayuda de las principales autoridades políticas del virreinato.
En el Perú, se llegó a contar con una fuerza miliciana de 100 000 hombres, pero la mayoría de ellos no contaba con armas ni uniformes ni entrenamiento militar suficiente.
En la provincia de Arequipa se constituyeron dos regimientos: caballería, con 770 hombres, e infantería, con 1786, entre soldados y oficiales.
Con el inicio de las guerras de Independencia, las milicias arequipeñas cumplirán un papel muy destacado, claro está, defendiendo las banderas del rey.