Las marcas

Manuel Rodríguez Canales
Teólogo

Tuve que hacer una especie de adaptación darwiniana para sobrevivir. Entre varias, una de las cosas que primero aprendí es que la ropa tiene un linaje, un poder especial que se llama ‘marca’. La ropa no es un objeto más, sino un amuleto, un atributo fundamental de tu ser adolescente, algo maravilloso y terrible que puede elevarte a la gloria o hundirte en la desgracia.

Aprendí así que un distintivo del ‘no cholo’ era usar una marca que los cholos no conocían. En los ochenta de mi adolescencia temprana, una famosa marca era Ocean Pacific, que nadie que se preciara de blanco llamaría con su nombre completo, sino simplemente OP.

Esta sigla aparecía en su línea sencilla en el lado izquierdo, a la altura del corazón, de los polos o en la parte baja de la pernera izquierda de la ropa de baño. Como me ha ocurrido a mí con las cosas de mis hijos, mi papá no tenía la más remota idea de cómo podían pesar esas sutilezas en nuestras vidas.

Una vez, por ejemplo, mi papá nos compró unos polos de colores chillones que encontró en oferta en alguna parte. Mi hermano mayor, con el buen sentido que siempre lo ha acompañado, le pidió a mi abuela que le bordara el famoso OP en la manga izquierda a todas las camisetas. Como era un logo bastante fácil, mi abuela Margarita lo hizo a la perfección, lo que me dio a mí uno de los pocos triunfos sociales que tuve cuando un amigo de mi edad en La Aurora me dijo: “¡Qué paja tu polo OP! ¿Dónde lo conseguiste?” “Lo trajo una tía de Miami…”, respondí aparentando indiferencia.

Ya había aprendido —no muy bien, pero aprendido— a aparentar cosas. Pero eso fue después de largas sesiones llenas de ‘choleadas’ de parte de los demás y ‘cholerías’ de mi parte. Creo que nadie recuerda la primera vez que tuvo que mentir para sobrevivir a un desprecio, una vergüenza, un papelón; ese primer momento en el que se pierde la inocencia y la confianza primeras, para leer en la mirada del otro la posibilidad de quedar mal, de ser criticado o mal visto.

Se contempla por primera vez la salida sutil y honrosa, aunque mentirosa; esa que permita al otro suponer que uno está ubicado en la realidad. Resulta, sin embargo, que esa realidad no es tal. Son ni más ni menos las expectativas ilusorias del medio, medio que está lleno de significados arbitrarios, hechos de formas y modales que nos fuerzan a dejar de ser lo que somos. He vivido queriendo ser tantas cosas que en algún momento me aburrí y solo quise regresar a lo esencial, a lo más yo de mí. Tarea ardua que no se hace sin ayuda divina. Pero todo eso ocurrió después.

La otra gran prenda añorada por la prejuventud de mis ochenta era el jean Levis Strauss o Levi´s, etiqueta roja con botones en la bragueta en lugar de cierre y remaches en las costuras de hilo anaranjado.

Sus perneras eran estilo tubo, pero no tanto, y empalmaban con las botas Dingo de cuero color natural y una especie de flor de lis bordada en el empeine, con taco ligeramente cortado hacia dentro. Si eso lo combinabas con una camisa a cuadros grandes del tipo casaca californiana y un polo de Black Sabbath o Led Zeppelin; o una camisa hawaiana OP o un polo piqué de esa misma marca; te peinabas con raya al medio y dejabas que te creciera el pelo hasta taparte las orejas poniéndote unas ‘pucas’ originales en el cuello; subido a un skate de tabla Peralta con tracks y llantas Kriptonic; con las orejas cubiertas por los audífonos de un walkman Sony que llevabas en la cintura, eras un triunfador de todas maneras.

Con esas cosas cualquiera dejaba de ser cholo y pasaba a ser hawaiano como Ben Aipa, un cholo gordo recontra simpático que aparecía en la inalcanzable revista Surfing. Pero a eso no llegaba casi nadie en La Aurora. Parecía que la gente que tenía esas cosas estaba en San Isidro o era hijo de algún embajador, y vivía recluido en esa alejada provincia llamada Camacho para ir al Roosevelt, esa suerte de sucursal escolar de la embajada de Estados Unidos.

A lo más que podíamos aspirar los más cholos de La Aurora era al Levi´s etiqueta anaranjada nacional que bien lavado y desteñido no quedaba tan mal; a las botas de Far West que imitaban pasablemente a las Dingo; a los ejemplares de la Surfing que circulaban tanto que parecían revista de peluquería, y que vendía el gringo Bingo que se alojaba en el hostal Miraflores de Petit Thouars; al skate Chicama, que no tenía esos rodajes silenciosos de las llantas Kriptonics, sino unas ruidosas billas que te delataban por donde fueras; de walkman ni hablar y de ‘pucas’ mejor nada: el primero era impagable y las pucas, rarísimas e inalcanzables perlas de coral que venían de Oahu y se amarraban con un barrilito de metal. Jamás debías ponerte esos collares de vértebra de toyo que usaban los cholos que veraneaban en Agua Dulce.

Sí, bueno, todo era muy complicado; y yo, siempre desubicado.

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