La postura cristiana

Quien anuncia a Cristo debe olvidarse por un momento de agradar a los hombres y centrarse en el mensaje que le piden transmitir.

Javier Gutiérrez Fernández–Cuervo

Yo no sé mucho de publicidad, pero en una ocasión un gran amigo me explicó la diferencia entre un cliente y un consumidor: al primero hay que venderle el producto porque se puede ir a la competencia, mientras que el segundo ya viene directamente a comprarte porque está fidelizado, le gusta tu producto, lo prefiere a los otros y no necesitas decirle nada para que venga y te elija a ti.

Lo que toda empresa busca, por tanto, es convertir a los clientes en consumidores. Para esto, es necesario algo que los marqueteros llaman ‘postura’. La postura es lo que diferencia a un gran empresario de un vendedor necesitado.

‘Negocios’

A nadie le gusta hacer negocios con alguien que parece desesperado porque le compres; sin embargo, cuando alguien te muestra su producto con la certeza de que es el mejor del mundo y que si no lo quieres “tú te lo pierdes”, como que dan más ganas de adquirirlo. No es un actuar erguido con la mirada por encima del hombro, es la postura: yo no necesito que me compres, te ofrezco algo que te conviene más a ti que a mí.

Es como la hermosa doncella que no regala la vista de su cuerpo con grandes escotes y que rehúye tu mirada, hasta que por un momento clava sus ojos en los tuyos para luego hacer de nuevo como que no le interesas. Es esa sensación de que hay algo ahí que es para ti pero que es muy grande, muy valioso, que hace que dejes de prestar atención a cualquier otra cosa y dirijas todo tu espíritu a la consecución de eso.

Es el enamorado de una hermosa y discreta doncella, es el consumidor de un producto diferenciado, es el feligrés de una parroquia en una Eucaristía celebrada con Cristo al centro.

Clientes

Porque nos hemos acostumbrado a ser clientes de los sacramentos, exigiendo que nos vendan la Misa porque si no me voy a otra parroquia donde el padre es más ameno, sonríe más, en la homilía cuenta chistes y el coro toca con guitarra eléctrica y batería; exigiendo que nos vendan la confesión con menos preguntas, más (seudo) misericordia y menos penitencia, porque si no me voy a la competencia, a buscar el producto que más me guste y el cual me fidelice mejor.

Sinceramente, el verdadero problema es que ante esto muchos sacerdotes se han olvidado de la postura del buen vendedor, del desinterés de esa doncella que hace que un sacramento sea verdaderamente atractivo: olvidarse por un momento de agradar a los hombres y centrarse en Cristo.

Es evidente cuando un sacerdote celebra la Eucaristía buscando agradarte, como un vendedor que con sudor en la frente casi te suplica que le compres, o una joven medio ebria y destapada que se dirige a ti con la única intención de que esa noche no la dejes dormir sola.

Es desagradable, y mucho más si se tiene presente que a quien se usa como medio para ello es a Dios mismo en toda su divinidad, presente en plenitud en la hostia consagrada. Es evidente porque, sabiendo que las palabras del ritual y del misal son unas, las cambia para que suenen mejor, porque en toda la homilía no menciona a Jesucristo y por-que se olvida de que Cristo está en el altar para dejarlo ahí e ir y darte el abrazo de la paz.

Conclusión

Pero más evidente aún es cuando un sacerdote celebra con toda su persona dirigida hacia Dios en cuerpo y alma, cuando al pronunciar las palabras de la consagración no escuchas sino a Jesús mismo en la Cruz dando su Cuerpo y su Sangre, cuando al confesarte encuentras el medio justo entre la falsa misericordia y el moralismo, cuando (teniendo el alma dispuesta) algo te dice que no se trata de una Misa más, que lo que tiene el padre en las manos y alza con tantísimo cuidado es aquello que te salva del infierno y te abre las puertas a una eternidad gloriosa, que lo que celebraremos ahora, el Domingo de Ramos y el Domingo de Resurrección, es auténtica y verazmente el misterio de nuestra salvación. Por eso, pidamos que Dios nos conceda vivir esta Semana Santa con Cristo al centro de nuestra existencia y de nuestras celebraciones.

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