La muerte de un burócrata: Vivir

La cinta nos acerca a esa lacra de una sociedad decadente: la burocracia.

César Belan 

La muerte de un burócrata es el título de una comedia cubana del año 1966 dirigida por Tomás Gutiérrez Alea, que discurre sobre las vicisitudes del recientemente instaurado régimen socialista. Se trata de un pintoresco y mordaz retrato del crónico anquilosamiento que vivía la maquinaria pública a consecuencia de un régimen estatista como el que se inició con Castro.

Sin embargo, y a pesar de lo que digan los dogmáticos seguidores del credo liberal, la ruina en el manejo de los negocios del Estado por la inercia y la ineficiencia de los servidores públicos —también conocida como burocracia— no será patrimonio exclusivo de los gobiernos de tinte comunista. El drama también se vivió —y se vive— en la democracia.

Así pues, más de una década antes, en las antípodas caribeñas, un genio del cine estaba rodando un filme que develaba en todo su esplendor la inmensa tragedia causada por la mediocridad y la pequeñez de aquellos sujetos que detrás de ventanillas rigen nuestras vidas. Hablamos de Vivir (1952), de Akira Kurosawa; película que bien podía ostentar un nombre como el de su par cubano.

Tragedia humana

Luego de la posguerra —y como harían Rossellini y De Sica en Italia, o Truffaut en Francia—, Kurosawa retrataría con descarnado lirismo las condiciones sociales y espirituales en las que había quedado Japón luego del año 1945. En cintas como El ángel ebrio (1948), Crónica de un ser vivo (1955) y Los canallas duermen en paz (1960), entre otras, habría de describir la profunda crisis moral en que estaba sumido el pueblo nipón luego de la derrota, poniendo ante nuestros ojos cuadros tierna y dolorosamente bellos que daban cuenta de la corrupción, la pobreza, la delincuencia y el trauma psíquico en el que se veía envuelto.

En Vivir, Kurosawa nos acercaría a esa otra lacra de una sociedad decadente: la burocracia. En la cinta asistimos a una tragedia humana que se materializa en la miseria de espíritu, la indiferencia y la inercia, que habían hecho nido en las almas de muchos de los alguna vez eficientes y devotos funcionarios japoneses, quienes luego del conflicto solo procuraban salvar sus mezquinas prebendas en una sociedad cada vez más precaria.

La redención

Kurosawa apuesta por el hombre y nos plantea la ‘redención’ de uno de estos burócratas, que como último —y único— servicio público se enfrenta heroicamente a esa maquinaria deshumanizante y deshumanizada, que, reduciendo las expectativas y los anhelos de los ciudadanos a estadísticas y formularios, aniquilaba el remanente de magnanimidad que quedaba en la función pública.

Takashi Shimura, gran protagonista de los filmes de Kurosawa, junto con Toshiro Mifune, daría vida a Kanji Watanabe, un funcionario de un ayuntamiento de Tokio. Watanabe entregará la vida por hacer realidad una petición de los vecinos de un suburbio; pedido que había pasado por las manos de varios encargados y, finalmente, resultó archivado entre otros cientos de solicitudes.

Actualización

Con la maestría que lo caracteriza, Kurosawa apela a una magnífica cinematografía para dar vida a este drama. Sin embargo, y como también es usual en él, el gran director japonés bebería de la tradición de los grandes clásicos de la literatura para hacer realidad sus obras.

Como lo hará luego con Trono de sangre (1957) o Ran (1985), adaptaciones de Macbeth y de El rey Lear, respectivamente, y en la misma línea de las recreaciones que realizó de El idiota (1952) de Dostoievski o de Los bajos fondos (1957) de Máximo Gorki, Vivir es una adaptación libre de La muerte de Iván Ilich, la obra maestra de Tolstoi, que se actualizaba en la versión de Kurosawa en el crítico contexto del Japón de los cincuenta.

En ella pues, lo mejor de la tradición occidental y de la oriental se entrelazan para emerger un arte verdaderamente universal. Ikiru resulta, pues, una obra importante en el repertorio de Kurosawa, si bien no es una de sus obras más conocidas como las serán las de las sagas de samuráis. Sin embargo, es importantísimo acercarse a ella para iniciarse en su cine y, asimismo, reconstruir la historia de Japón después del desastre bélico.

Un trauma que aún palpita en la idiosincrasia de aquel gran pueblo del este y que se puede leer en el conflicto que procede de la particular apertura, muchas veces trunca, que pretende hacia el occidente.

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