Flor de estanque: Calles peligrosas

Muchos filmes han dado cuenta del proceso de ‘aculturamiento’, pero ninguno como Mean Streets.

César Belan

“La penitencia no se hace en la iglesia, se hace en la calle, en la casa. El resto es basura y usted lo sabe”. Con esta frase, citada en off por el propio Martin Scorsese, se inicia una de las mejores películas del renombrado director americano: Calles peligrosas (1973); filme con el que rememora su pasado en Little Italy, el célebre barrio italiano de Nueva York.

La soberbia actuación de Harvey Keitel y de un jovencísimo Robert de Niro harán de esta película, además de una cinta imperdible para cualquier cinéfilo, uno de los más veraces y emotivos documentos realizados a propósito de la comunidad ítalo-americana en la costa oeste de los Estados Unidos.

La amistad

Charlie (Keitel) es el hombre fuerte de su tío, un capo de la mafia en Nueva York, a la vez que aspira a reemplazarlo en breve. Profundamente católico, Charlie busca —sin éxito— vivir según los valores familiares y religiosos que le han transmitido desde Italia, en pleno clima de degeneración moral de los EE. UU. en la década de los setenta.

Extremadamente leal, Charlie forjará con Tony y Johnny Boy una amistad que será el único espectro de humanidad que iluminará el corrompido ambiente en el que se ve sumergido. Luego, y fiel a su particular estilo, Charlie tratará de aliviar esa tensión espiritual haciéndose la firme promesa de ayudar a Johnny Boy (De Niro), su irresponsable camarada, quien vive acosado por las innumerables deudas que pesan sobre él.

Charlie, desafiando las órdenes de su tío —quién le prohibió ayudar a su incorregible amigo— preferirá cumplir la penitencia que se ha autoimpuesto a costa de su propio futuro.

Un conflicto

Este choque entre los valores tradicionales italianos y la forma de vida norteamericana será la idea fundamental que inspira la película de inicio a fin. Un conflicto que, a pesar de estar encarnado en el personaje principal, corresponderá a toda una generación de inmigrantes y descendientes de inmigrantes, quienes, como Charlie, sufrían con profundo malestar existencial un severo proceso de ‘aculturamiento’.

Muchos filmes han dado cuenta de este mismo proceso, pero ninguno como Mean Streets (1973) ha resaltado que los valores tradicionales del viejo continente resultarán sólidos, vigorosos y vigentes frente a un american way of life que resulta —desde sus inicios— la quintaesencia de la anemia espiritual.

Ya desde sus inicios, Scorsese, quizás sin saberlo, apuntaba a cantar la decadencia de una cultura por esencia decadente. Su velada crítica se hará directa en aquellas secuencias en las que se aproxima a los personajes que no son ítalo-americanos, en especial en lo que se refiere a las hippies y los veteranos de Vietnam. Dando la contraria a los clichés que alimentan el inconsciente colectivo estadounidense, Scorsese dejará en claro, finalmente, quiénes son los verdaderos bárbaros.

Naturalidad y drama

Uno de los aspectos más valiosos de esta cinta residirá en la naturalidad con que proyecta el drama, convirtiéndose así en un documento verdaderamente auténtico por la frescura que transmiten sus secuencias, y por la adecuada dosis de humor y ternura que fluye de los personajes; protagonistas complejos —fielmente retratados por Keitel y De Niro— que enriquecen la trama, aportando profundidad psicológica y temática al drama.

Por otro lado, este prolífico armatoste visual no habría podido alcanzar un éxito tan grande de no ser por la visionaria dirección de Scorsese, quien, echando mano de extraordinarias y a la vez oportunas tomas y de una hábil edición (en la que resalta la banda sonora), recrea al detalle las intimidades del barrio italiano en Nueva York.

Se trata pues —junto con Taxi Driver (1976) y Racing Bull (1980)— de una de las mejores películas de Scorsese; cinta que, en palabras del propio muchacho de Flushing, constituye su filme más personal y, por lo tanto, más sentido. Toda una obra maestra del séptimo arte.

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