Esa piedra volcánica que nosotros llamamos sillar

Rafael Longhi Saravia

Una de aquellas cosas que sentimos que nos son inherentes, que fundamentan nuestra identidad e incluso que, de alguna manera, por su naturaleza pétrea y noble, reflejan nuestro peculiar modo de ser arequipeños es el sillar.

La palabra sillar

El término sillar para los nacidos en Arequipa y en algunos otros lugares de Sudamérica designa a aquella piedra de procedencia volcánica que se presenta en tres tonalidades: gris, rojiza y blanca; sin embargo el término “sillar”, según el Diccionario de la Academia de la Lengua Española es la palabra que designa a toda piedra cortada en forma de paralelepípedo, es decir, de dos lados por dos lados iguales, siendo un término técnico utilizado principalmente dentro del ámbito de la Arquitectura para referirse a este tipo de corte más que a la naturaleza misma de la piedra.

El término técnico para designar a la piedra de origen volcánico es “ignimbrita”, por cierto poco difundido entre nosotros pero que al procurar expresarnos frente a gente de otras latitudes resulta más preciso o en su defecto resulta adecuado el uso de la palabra “piedra volcánica” simplemente.

La piedra en la historia

Aparentemente este material empezó a ser usado en la etapa virreinal tal como lo corroboran algunos documentos fechados en los primeros años de fundada la ciudad, mayormente contratos de obra en los que se le designa no con el nombre de “sillar” ni mucho menos de “ignimbrita” sino con el de “cantería blanca”.

A juzgar por el tenor de los contratos a los que hacemos referencia, su uso por aquellos tiempos aparentemente no fue muy difundido, pues se específica su uso de manera restrictiva en la construcción de la fachada de la Iglesia Mayor, la que luego, tras ser declarada Arequipa Sede de Obispado pasó a llamarse Catedral, así como un horno y alguna que otra construcción menor.

Sin embargo existe evidencia física que testimonia el uso de esta piedra, específicamente en su variedad rojiza o rosada, en construcciones del periodo prehispánico, como muestra de ello, tenemos “Corralones”, una suerte de tampu con notoria presencia precisamente de corrales para camélidos, ubicado en la localidad de Uchumayo y que tiene origen presumiblemente en el periodo que corresponde al desarrollo de la cultura Wari.

El trabajo de esta piedra ha sido, y continua siendo, una labor consagrada a personas especializadas, pues dadas su consistencia porosa y particulares características requiere de manos expertas que logren extraer de ella su más noble perfil, pudiendo una acción profana echarla a perder por algún golpe impreciso que, por no respetar su estructura o el natural sentido de sus fibras, terminaría por fracturarla de manera indebida. A este oficio se le conoció antiguamente con el digno nombre de “maestro alarife”.

Ciudad blanca

Resulta interesante constatar que hasta las primera primeras décadas del siglo anterior Arequipa no lucía precisamente blanca, dado que las casas se pintaban con sienas mezcladas con agua y aplicadas con ingeniosas brochas de cola de burro fundamentalmente de colores ocre, rojo y azul añil, utilizando cada uno de ellos según la que disponía una norma consuetudinaria de probable origen mediterráneo que le asignaba un valor específico a los ambientes pintados con cada uno de aquellos colores.

En consecuencia, la ciudad lucía más bien policromada, lo cual nos remite a la idea de que aquello de “ciudad blanca” no respondía tanto a una condición arquitectónica como sí social, determinada por la fuerte presencia de población “blanca” en la ciudad, tal como lo corrobora, por ejemplo, el censo de la última década del siglo XVIII realizado por gestión del eficiente intendente don Antonio Álvarez y Ximénez que registra una población mayoritariamente de quienes se denominaban “españoles” en una proporción cercana al 60% del total de habitantes de la ciudad.

Pero es importante remarcar que si bien la frase tuvo un origen distinto lo importante es la realidad que representa hoy, y esto se relaciona directamente con el hecho de considerar a la piedra volcánica como el sustento de nuestra identidad, de laguna manera un reflejo de nuestra naturaleza a veces hostil, pero al ser tratada adecuadamente, revela nuestro lado más amable y dúctil, sin importar demasiado el nombre que pueda tener, pues para nosotros siempre nuestro noble sillar.

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