Elogio de la penitencia

¿Cuál es la posición cristiana frente a la búsqueda del dolor?

El dolor es parte de la vida y es un camino hacia la purificación del alma.

César Belan

Hace algunos meses, celebramos la festividad de Santa Rosa de Lima, patrona de América. Entre las conmemoraciones piadosas, se difundieron otras que incorporaban interpretaciones aparentemente científicas sobre algunos hábitos de la santa, como fueron sus prácticas penitenciales en lo que toca al uso de cilicio u otras disciplinas.

En ellas, algunos seudoacadémicos, atribuían el rigor con que la santa limeña trataba a su cuerpo —práctica sumamente común en la época— a desviaciones mentales o histeria.

De entre los medios católicos, también escuchamos comentarios que, sin la contundencia de los ‘ilustrados y modernos’, censuraron y minimizaron esas prácticas, ahogándolas en el mar del relativismo histórico, explicándolas estrictamente como una manifestación de sus tiempos y época.

Razonamientos que, en contrapartida, exaltaron los sacrificios —de Rosa— que produjeron resultados ‘concretos’ en bien del prójimo, traduciéndose en obras de caridad.

Este fenómeno apena realmente, porque evidencia que los embates del pensamiento anticristiano, han soplado tan fuerte que, hasta entre los creyentes, ha menguado o desaparecido la conciencia que la penitencia (el abrazar la cruz con avidez y codiciar el dolor, como hicieron Rosa y otros santos) es medula del mensaje cristiano.

El venerable arzobispo Fulton J. Sheen, en su libro El calvario y la misa, nos recuerda que, en cada consagración del cuerpo y sangre de nuestro Señor, él nos dice, “Dadme vuestro ser entero (…) yo ya no puedo sufrir (…) yo pasé por mi cruz y llené hasta el tope los sufrimientos de mi cuerpo físico (…) pero no llené los que pertenecían a mi cuerpo místico, en el cual estás tú (…) la Misa es el momento en que cada uno de vosotros puede cumplir literalmente mi mandato (…) toma tu cruz y sígueme (…)”.

De esta manera, Sheen, desarrollando lo planteado por San Pablo en los inicios de la Iglesia (Col 1, 24-28), recuerda que, con los dolores y sacrificios de todos los cristianos ofrecidos en la misa, completamos lo que falta a los padecimientos de Cristo, haciendo que él sufra en nuestras naturalezas humanas, para así completar la obra de la redención.

Así pues, él ha querido actuar mediante nosotros, mediante nuestro dolor. Frente ello, muchas mentes y corazones burgueses, reclaman que no habría necesidad del sacrificio en la cruz para operar la redención. Afirman que, si Dios puede todo, pudo redimirnos “con una sonrisa”. Pensamiento absurdo y mezquino, ya que se ajusta a los ‘juicios’ cómodos de los hombres, pero no a los de Dios.

Si hubiera operado esta ‘redención’ incruenta y pacífica desde arriba, desde el mero arbitrio de Dios, se habría cometido violencia e injusticia. Dios tiene que satisfacer la justicia que él encarna y no puede violar nuestra libertad, por ello prefiere su inmolación como verdadero acto de misericordia. Lo que esconde esta ‘teología’ dulzona y condescendiente, es una aversión total al sacrificio y un profundo egoísmo.

Esto en vista que, es necesario que todos los seguidores de Cristo, reproduzcamos esa absoluta avidez de sacrificio del maestro, aquella que es necesaria para operar la redención en nuestros días.

La semilla del reino fue plantada con su holocausto y fructifica silentemente, como la semilla de mostaza, en cada uno de los dolores de los cristianos; aquellos quienes tienen la cruz como bandera para escándalo de los demás.

Una ofrenda a Cristo

Así pues, la obligación del cristiano, es apetecer el dolor sacrificial y ofrecerlo junto a Cristo. Solo así se ganarán almas para la vida eterna. Lamentablemente esta visión es repugnada profundamente por cierto cristianismo actual, moldeado por el espíritu burgués de la comodidad y la extendida civilización del confort.

La radical diferencia entre el mundo moderno y el cristiano, estriba en su noción del dolor. Los ilustrados franceses y empiristas ingleses (padres de nuestro tiempo), afirmaban que el primer mandamiento del ser humano es “ser feliz cuanto se pueda”. Locke, Rousseau, Hume, Stuart Mill, repetirán que la única felicidad verdadera, estriba en satisfacer nuestros apetitos naturales y expandir nuestra personalidad. Evitar el dolor y multiplicar el placer individual, será el nuevo credo que tendrá por absurda esa visión cristiana ávida de sacrificio que, en palabras de Hegel, alcanzaba su plenitud en la conciencia y socialización de los dolores de la humanidad.

Es bueno recordar, como afirmaba el beato Carlos de Foucault, que felicidad y cruces no nos faltarán jamás. El aceptar gustosamente la cruz de la vida cotidiana, es hacerse uno con Cristo, sin embargo, hay que tener presentes a aquellas almas extraordinarias que Dios ha suscitado —como Rosa, Martín y Juan Macías— para saciar a Cristo y ensanchar su reino.

No escatimaron mortificaciones como cilicios y disciplinas para agregarlos a la pasión voluntaria de nuestro Señor. El pensar en ellos, nos ayudará a distinguir entre la santidad ordinaria y la extraordinaria, y a gustar de la última.

Al cielo se llega por la cruz

No nos engañemos, que al cielo solo se va por la cruz. La actitud verdadera y radicalmente cristiana, es hacer aquella penitencia que reclamaba la santísima virgen en sus últimas apariciones.

Una silente y humilde mortificación, a la manera de los pastorcitos de Fátima, será un testimonio valiente y una opción transgresora frente a la voz unísona del mundo contemporáneo que gime ¡placer! Paradójicamente, aquellos que rehuirán al dolor serán los que más lo habrán de sufrir, pues este los acosa con su sinsentido.

Pretender ser cristiano y no gustar del dolor, es pretender instrumentalizar a Dios. Hablamos de sentirse salvos por no trasgredir el bien y ser de alguna ayuda para los demás, pero rechazando colaborar con él haciéndose a su dolor.

“El sacrificio de Cristo en la cruz basta, mi conciencia tranquila es suficiente”, repiten.  Se trata de un comportamiento farisaico que es el sedimento del cristianismo burgués. Aquel que olvida que el amor no es amado y que le debemos nuestra —pequeña— oblación para tener algo que ver en su reino.

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