El Principito y Kiko

El llamado a ‘ser como niño’ contiene el mensaje de esforzarse por ser auténtico. Las caricaturas son siempre dañinas.

Manuel Rodríguez Canales
Teólogo

Veamos. Un tipo se cae al desierto por manejar mal su avión. Allí, asustado y muerto de sed encuentra a un niño rubio que vino de un asteroide. No hay que ser detective ni psiquiatra para pensar en una alucinación. Esa es la lectura científico-bárbara que conduce, por descomposición, a la nada. No es lo mío. Es más, no debería ser lo de nadie, pero hay de todo en este mundo.

Así que listo: un piloto encuentra a un niño que hace preguntas fundamentales con la sencillez propia de lo que es, un niño. El adulto retrocede a su propia niñez en la que le frustraron su carrera creativa y lo pusieron a estudiar ‘cosas serias’. Y en eso consiste su aprendizaje: ver el mundo con ojos de niño.

Hasta ahí todo bien. Es decir, el cuento está bien: es simbólico, original y simple como toda obra maestra que hace años camina sola ya independiente de su contexto histórico. ¿Dónde veo el peligro? Lógicamente en su mala interpretación o deformación. Trataré de ser breve. ‘Ser como niños’ es un mandato evangélico que no pienso discutir, lo que sí se puede, y es indispensable, es tratar de comprender de qué se trata. Vamos primero por reducción al absurdo.

¿Qué no es?

No puede significar no controlar esfínteres, pintar las paredes o darse cabezazos contra los muebles. Ya, dijo niños, no infantes. Tampoco significará ser un irresponsable que depende de otro para vivir. Es decir, en un niño está bien, pero ¿en un adulto?

No hay psicólogo ni confesor que no lidie hoy con hombres y mujeres que quieren endilgarle su responsabilidad a otro: al cónyuge, a los hijos, a los parientes, a los padres, al pasado, al trabajo, a Dios mismo, al destino, etc. Tampoco va la cosa por ser engreído o manipulador; por andar pegándose a los videojuegos o a la televisión; y rompiendo los adornos de la casa.

Y menos, mucho menos, ser un adulto medio tontorrón que disfraza su timidez y cobardía diciéndose a sí mismo que nadie comprende que es un niño tierno y puro en el fondo, un artista, un incomprendido por esta sociedad materialista. O sea too shy. Menos aún, si cabe, asumir ese perfil de loser que tanto se valora en las comedias adolescentes: “Soy un fracasado, ergo soy más humano”; la gran hipocresía de ganar popularidad dándoselas de impopular y desprotegido.

¿Cómo es entonces?

No contestaría jamás con mis palabras, ahí está la Escritura. “Sean niños en la malicia, adultos en la fe”. Y el Martín Fierro con más ritmo: “En el mayor infortunio pongan su confianza en Dios; de los hombres solo en uno, con gran precaución, en dos”.

Niño en la malicia es un nombre más de la libertad evangélica: la ausencia de cálculos mundanos, que en verdad, son todos muy estúpidos. Adulto en la fe quiere decir responsable de sus propias acciones; coherente con lo que se dice creer; poner efectivamente la confianza en Dios, no en los hombres que como saben los sabios, somos todos unos reveseros. Y eso no es fácil, eso no lo puede hacer un pusilánime o un aniñado. No convirtamos al Principito en Kiko.

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