El monasterio de Santa Teresa: una experiencia única

En el museo encontramos piezas de incalculable valor, como el nacimiento de más de 280 años de antigüedad que es conservado dentro de un baúl.

Rafael Longhi Saravia

Estamos convencidos de que en estos álgidos tiempos de permanente prisa en los que parecemos absorbidos por los prodigios tecnológicos, en los que lo urgente se ha impuesto sobre lo importante y los gruesos nubarrones de lo banal han terminado por cubrir aquel límpido cielo de lo trascendente, el histórico monasterio de Santa Teresa habrá de depararle a quien se anime a visitarlo una experiencia beneficiosa. Además, esta será también renovadora tanto para la mente como, especialmente, para el espíritu, e inclusive, como si todo eso fuera poco, será un dulce placer para el paladar.

Algo de su historia

El monasterio que se levanta frente a la plazoleta Colón (en la esquina que forman las calles Melgar y Peral) inició su construcción durante el gobierno del obispo Antonio de León en 1701, con el nombre de Monasterio de Clausura de las Madres Carmelitas Descalzas de San José, en lo que por entonces se denominó el ‘pago de la pampa de Santa Marta’. Este espacio correspondía a la periferia de la ciudad, donde también se hallaban, curiosamente, las llamadas ‘rancherías de indios’ y hacía de cabecera de la calle Guañamarca (hoy Peral), donde se establecieron numerosas chicherías (antecesoras de las actuales picanterías). Aunque estos lugares fueron vistos con cierto reparo por la sociedad de entonces, ya que se les consideraba recintos de vida ‘licenciosa e indecente’.

El museo y el convento

Santa Teresa representa un ejemplo de perfecta simbiosis entre la vida monástica y los fines de difusión cultural. Es que, además de ser museo, continúa siendo un monasterio de clausura en espacios que, por supuesto, no están abiertos al público y otros en los que se alternan convenientemente ambas funciones. Por ello, su visita constituye, además de una rica experiencia cultural, una respetuosa aproximación a la vida contemplativa de las religiosas, que hasta la actualidad consagran su existencia a Dios.

Una dulce tradición

El monasterio es también reconocido por su muy buena cocina y, especialmente, por su excelsa repostería, como bien corresponde a todo cenobio y más aún si es carmelita descalzo. Por ello, en la época virreinal el consumo de estos dulces era de rigor en los agasajos más esmerados y en las llamadas colaciones de media tarde que se acostumbraba compartir en las casas de la ciudad, hasta que en la segunda mitad del siglo XIX fueron reemplazadas por la costumbre de tomar el té, de clara influencia británica.

Esta antigua tradición dulcera es una valiosa herencia de aquellas mujeres que han hecho de este espacio sagrado su morada, y se constituye en uno de los varios oficios propios de la vida contemplativa; labor que no es ajena a su profunda vocación, sino todo lo contrario, puesto que con su diligente ejercicio ellas buscaban honrar al Supremo ofreciendo esos esmerados manjares, así como un pequeño anticipo de las delicias del Paraíso Celestial a nuestros mortales paladares.

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