El legado de Bolognesi

El ejemplo de Bolognesi trasciende el campo de batalla y llega a iluminar la vida misma.

Rafael Longhi Saravia

Desde el aséptico rigor que la historia demanda como ciencia, se debe evitar cualquier asomo de anacronismo. Pero por tratarse, en este caso, de un modesto ejercicio periodístico, nos permitiremos la licencia de proyectar el particular valor de la conducta del coronel Francisco Bolognesi patente en una de sus últimas cartas dirigidas a su esposa desde Arica, y el significado que puedan tener sus palabras en estos días en los que honor, dignidad, sacrificio y otros términos semejantes suenan carentes de vigencia y corren el riesgo de caer en la categoría de arcaísmos.

Ciertamente, en estos tiempos signados por un deshumanizante pragmatismo —en los que se suele priorizar el beneficio personal inmediato por sobre el bien común, y por esa hedonista idea del éxito que implica pasar por encima de los demás—, las palabras de Bolognesi adquieren un especial significado.

El contexto

Para aquilatar el legado de Bolognesi resulta conveniente conocer algunas de las circunstancias durante el álgido momento que se vivía entonces. Corrían los primeros días de junio del año 1880; en el puerto de Arica, un grupo de peruanos enfrenta un terrible dilema: aceptar una propuesta de rendición —siguiendo un elemental impulso de preservación de la existencia— o acudir a un llamado de sacrificio que implica confrontar un inminente riesgo de muerte, impulsados por ese sentimiento de cumplimiento del deber que va más allá de lo exigible.

Cerca de 8 000 combatientes chilenos rodean aquel último bastión peruano que quedara después de una muy adversa campaña terrestre. Ellos saben que esa será, sin duda, una conquista cuyo precio ha de resultar demasiado elevado por la ubicación estratégica de aquellos regimientos con los que tendrán que dirimir fuerzas; pero la victoria final es indudable dada la inmensa superioridad bélica que los favorece notablemente. Es precisamente en esos días en los que se redactará la mencionada carta, que encierra un invalorable ejemplo de entrega y sacrificio.

La carta

Adorada María Josefa. Esta será seguramente una de las últimas noticias que te llegarán de mí, porque cada día que pasa vemos que se acerca el peligro y que la amenaza de rendición o aniquilamiento por el enemigo superior a las fuerzas peruanas es latente y determinante.

8 000 combatientes del ejército chileno rodean el morro y el puerto de Arica, bastión defendido por apenas 1 800 efectivos peruanos parapetados en su cima; emplazamiento que durante varios días viene siendo bombardeado por naves de la armada sureña, entre ellas se cuenta al legendario monitor Huáscar que —tras la derrota de Angamos— ha sido puesto a servicio del enemigo, como un factor psicológico determinante teniendo en cuenta el valor simbólico que representa para los peruanos que ahora lo ven actuando en contra suya.

En medio de tanta incertidumbre, retorna el recuerdo nostálgico y nítido de la amada a la mente del héroe; y llega la aguda certeza de reconocer dentro de aquella guerra al gran enemigo; y aparece una tremenda lección final de decencia.

Los días y las horas pasan y las mismas como golpes de campana trágica que se esparcen sobre este peñasco de la ciudadela militar, engrandecida con un puñado de patriotas que tienen su plazo contado y su decisión de pelear sin desmayos en el combate para no defraudar al Perú.

¿Qué será de ti, amada esposa, tú que me acompañaste con amor y santidad? ¿Qué será de nuestra hija y de su marido, que no me podrán ver ni sentir en el hogar común? Dios va a decidir este drama en el que los políticos que fugaron y los que asaltaron el poder tienen la misma responsabilidad. Unos y otros han dictado, con su incapaz conducta, la sentencia que nos aplicará el enemigo.

La frase final es de un desprendimiento contundente: Nunca reclames nada, para que no crean que mi deber tuvo precio. Algunos días después, Bolognesi junto con la mayor parte de sus oficiales y tropa agazapadas en el Morro de Arica morirían a término de una de las más sangrientas batallas que haya registrado la historia; consumando así aquel sacrificio que es nuestro deber nunca olvidar. Pues tal como lo dijera el veterano héroe: no tiene precio.

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