El emperador del vals: a cien años de la muerte de Francisco José (II)

Francisco José I. Emperador de Austria, nieto del emperador de Alemania Francisco II. Nació el 18 de agosto de 1830 y murió el 21 de noviembre de 1916.

César Félix Sánchez
Filósofo

En el cónclave de agosto de 1903, el cardenal de Cracovia, príncipe De Puzina, elevaba en nombre de Francisco José el veto o exclusive —antiguo privilegio de los príncipes católicos— a la candidatura del cardenal Rampolla del Tíndaro, secretario de estado de León XIII, y sobre cuyas filiaciones secretas aún ahora se discute.

Aunque la medida fue unánimemente rechazada por los cardenales, de ese cónclave saldría electo pontífice Giuseppe Sarto, patriarca de Venecia, que pasaría a la historia como Pío X, reformador de la liturgia y de la música sacra y defensor del depósito de la fe y de los derechos de la Iglesia contra modernistas y liberales. Había nacido en 1835 en Riese, en el Véneto entonces austríaco; hijo de un modesto funcionario imperial.

‘Criptopolítica’

La condición católica del Imperio de Austria y su condición de contrapeso a otros poderes había alarmado a algunos. Todavía existía la consigna, señalada por Francis Yates en su muy documentado estudio El iluminismo rosacruz, por parte de ciertos grupos heréticos y esotéricos trescientos años atrás de destruir a la casa de Habsburgo y a la Compañía de Jesús.

Sin entrar en las aguas inciertas de la ‘criptopolítica’, lo cierto es que hubo un evidente ensañamiento misterioso contra Francisco José y su familia, mayor al que existió contra otras casas reales: su hermano Maximiliano fue fusilado en México en 1867, su único hijo Rodolfo murió en circunstancias bastante misteriosas en Mayerling en 1889 y su esposa, Isabel de Baviera, la legendaria Sissi, sería asesinada por un anarquista en Suiza.

Su sobrino y heredero, el archiduque Francisco Fernando, hombre vigoroso y reformista, católico devoto, parecía ofrecer una garantía de estabilidad al Imperio. Pero él mismo sabía, como confesó en una ocasión al joven Carlos de Habsburgo, que ya estaba condenado a muerte. Su asesinato, el 27 de junio de 1914, desataría la guerra mundial que acabaría transformando catastróficamente al mundo.

Totalitarismo

El mapa trazado por las potencias vencedoras sería una fuente de constante inestabilidad hasta nuestros días. John Henry Newman en sus Cuatro sermones sobre el Anticristo, siguiendo a los Padres de la Iglesia, interpretaba el pasaje de la segunda epístola a los Tesalonicenses de san Pablo sobre el que ‘retiene’ al Anticristo como referido al Imperio romano cristiano. Sea lo que fuere, de la destrucción de las tres monarquías cristianas en 1917 y 1918 emergió el mayor poder anticristiano de todos los tiempos: el totalitarismo en su doble faz, comunista y nazi.

Estas tragedias no empañaron la regularidad de las costumbres y la bonhomía del viejo emperador, que todavía era largamente amado por la masa de sus súbditos. Sin embargo, el 21 de noviembre de 1916, a raíz de una neumonía persistente y luego de recibir de pie al sorprendido y emocionado capellán de la corte, monseñor Seydl, que venía a darle la extremaunción y la bendición papal in articulo mortis, Francisco José, emperador de Austria y rey apostólico de Hungría, se acostaba para nunca jamás despertar. Y con él moría también la vieja Europa.

Días después, en medio de una Viena de luto, tanto por la muerte del venerable emperador como por la de sus mejores hijos en una guerra monstruosamente inmensa e inédita, subía al trono un joven Carlos de Habsburgo, sobrino nieto del difunto, y, como diría Dorothy Gies, “amable, gentil, deseoso de agradar, casi patéticamente ansioso de hacer lo correcto, un poco erudito y un poco santo”. Pero la guerra se perdería y la milenaria monarquía acabaría colapsando.

Algún tiempo después, un veterano soldado del emperador, que ahora vestía el uniforme de una de las nuevas repúblicas de Versalles, se tomaba un tiempo antes de volver al frente a combatir contra un nuevo enemigo, el bolchevismo, para bautizar a su primogénito con el nombre de su último señor, Carlos José. Ese mismo niño, 84 años después y elevado al solio de san Pedro, beatificaría al emperador Carlos, último soberano del Imperio de los Habsburgo. Pero esa es otra historia.

Conclusión

Vivimos tiempos confusos, llenos de temores pero también de esperanza. Cosas inimaginables, para bien o para mal, ocurren cada vez con más frecuencia. El New York Times, periódico liberal y progresista si los hay, en su edición del domingo 6 de noviembre, en vísperas del triunfo de Trump, exhortaba a Estados Unidos, por la pluma del conde Nikolai Tolstoi, a volver al régimen monárquico.

En estos momentos de cambios vertiginosos, no queda más que, despojándonos de nuestros prejuicios, atesorar y profundizar en el legado espiritual, cultural y —por qué no— político de aquella estructura cristiana, bajo cuyo emblema y escudo fue también Arequipa fundada hace más de cuatrocientos años. Y qué mejor forma de hacerlo que recordando estos días a Francisco José (1830-1916), encarnación y símbolo del gobernante cristiano moderno.

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