El emperador del vals: a cien años de la muerte de Francisco José I

rancisco José I. Emperador de Austria, nieto del emperador de Alemania Francisco II. Nació el 18 de agosto de 1830 y murió el 21 de noviembre de 1916.

César Félix Sánchez
Filósofo

The Spectator, la más antigua revista de habla inglesa (se publica continuamente desde 1828), dedicó hace algunos meses una columna en su versión en línea a un posible ‘retorno de los reyes’, en el contexto de la crisis sociopolítica en los países occidentales. Allí se citaba un estudio reciente que indicaba que dentro de las fronteras históricas de las desaparecidas posesiones de los Habsburgo se muestran índices más altos de confianza y cohesión sociales y menores índices de corrupción.

¿En qué consistió esta peculiar estructura política, que ahora nos parece inverosímil; y quién fue su entrañable encarnación, el emperador Francisco José, que la gobernó entre 1848 y 1916, y de cuyo fallecimiento se cumplirá este 21 de noviembre un siglo?

Época dorada

Martin Freud, el hijo de Sigmund, describe así los primeros años del siglo XX en una Austria gobernada por el venerable y risueño anciano de la barba y las patillas, a quien Johann Strauss II le dedicara un famoso vals: “Era una época dorada, una época en la que uno podía vivir con tranquilidad y paz. No hemos vuelto a conocer nada semejante a aquellos años”.

Stefan Zweig, cuyo estilo ha vuelto a ponerse de moda a raíz del reciente filme Hotel Budapest (2015), no se quedaba atrás en los nostálgicos elogios: “Era dulce vivir aquí, en esta atmósfera de conciliación espiritual; y subconscientemente cada ciudadano se convertía en supernacional, cosmopolita, en un ciudadano del mundo”.

Pero no siempre había sido así. Un jovencísimo Francisco José, con 18 años recién cumplidos, había recibido la abdicación de su tío, el emperador Fernando en Ölmutz el 2 de diciembre de 1848. Las agitaciones revolucionarias nacionalistas habían amenazado ese año con fragmentar el imperio, pero la acción conjunta de un trío de mariscales: Radetzky, Windischgrätz y Jellacic —multinacional y variopinta muestra del último impulso de la romanidad centroeuropea— habían logrado frenarlo.

Además, el impulso centrífugo alcanzaba solo resonancia entre la muy ruidosa burguesía y, en el caso de Polonia, en la élite nobiliaria ideologizada. El campo, sin embargo, seguía masivamente fiel a Austria, ese nombre proverbial que, más que referirse a una región geográfica determinada, remitía a la directa herencia del Sacrum Imperium.

Un reinado católico

Francisco José era a la sazón un jovencito de apariencia algo frágil, cuyos tutores en materias religiosas y políticas habían sido el arzobispo de Viena y, principalmente, el canciller príncipe Clemente Wenceslao Lotario de Metternich (1773-1859).

Este último autodenominado ‘roca del orden’ y caricaturizado por la historia, al uso jacobino, como un ‘absolutista’; pero que no fue más que un defensor casi metafísico de la legalidad y el orden, detrás de la aparente frivolidad de un buen vivir, no mediante el uso de la fuerza —como tantos ‘exportadores de democracia’, empezando por Robespierre y Napoleón y terminando con Lenin, Bush y Obama—, sino mediante la diplomacia al servicio de la idea de equilibrio.

El largo reinado de Francisco José fue la fructificación de aquellos empeños contrarrevolucionarios, despojados de cualquier atisbo de utopismo y, por ende, con amplia capacidad de supervivencia, aun ante las derrotas militares. Más allá de una breve fiebre regalista entre 1860 y 1870, el Imperio vivió en absoluta armonía con la Iglesia a la que pertenecía la mayoría —pero no la totalidad— de sus multicolores súbditos.

Así, se pudo ver claramente algo que puede parecer inverosímil a los ojos de los laicistas actuales: el mayor Estado Católico del mundo era capaz de alcanzar una armonía religiosa inédita y despertar la lealtad de súbditos musulmanes, ortodoxos, protestantes y judíos, mientras sus vecinos europeos al norte, al sur, al oriente y al occidente se embarcaban en Kulturkämpfen anticatólicas, masacres de cristianos, pogromos antijudíos y feroces usurpaciones de bienes y proscripciones de órdenes religiosas.

Incluso la tolerante Inglaterra era incapaz de lidiar con justicia con la oprimida y católica Irlanda. Lo que demuestra que, al fin y al cabo, el Reinado Social de Jesucristo, expresado —entre otras cosas— en el reconocimiento explícito de los deberes para con Dios y su Iglesia por parte de las autoridades temporales, es una garantía de paz, avalada por el mismísimo Príncipe de la Paz.

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