De cómo creer ad absurdum: La Vía Láctea, de Luis Buñuel

Buñuel, con una 'narración circular', materializa una particular aproximación a lo religioso desde lo absurdo.

Luís Buñuel: La Voie Lactee, Greenwich Film Production S.A., Fraia Film.101 min. 1968.

César Belan

Zenón de Elea (filósofo presocrático), concibe en el s. V a.C. un método de demostración –denominado luego reductio ad absurdum que consiste en comprobar lo erróneo de una hipótesis haciendo evidente que sus consecuencias son ilógicas, imposibles o simplemente absurdas. Siglos después, Tertuliano (155-230), prolífico apologeta del primitivo cristianismo, en su obra De carne Christi, para describir su particular criterio de la fe, asienta la máxima: credo quia absurdumes decir: creo porque es absurdo.

Finalmente, ya en nuestra era, Luis Buñuel (1900-1983), eterno estudiante jesuita atormentado por la duda y las interrogantes morales, además de delicioso director cinematográfico español, rueda en 1969 un filme, en el que a propósito del célebre peregrinaje al santuario de Santiago de Compostela, materializa una particular aproximación a lo religioso desde lo absurdo, de la mano del surrealismo que marcó su obra artística. La vía láctea (1968), es la materialización de aquella frase que Buñuel confesaría a sus biógrafos años después: «La educación religiosa y el surrealismo han dejado en mi vida huellas indelebles».

Introducción a la duda caótica

Al acercarnos al film, en primera instancia nos sorprende su peculiar forma de narrar. El método narrativo de la película es pues tan heterodoxo como su autor y hunde sus raíces en el surrealismo. Con su «narración circular», –que reaparecerá después en Le discret charme de la bourgesie (1972) y Le fantome de la liberté (1974)– el director aragonés desecha y desprecia la narración «burguesa», es decir la lineal.

En La vía láctea, el tiempo mismo es burlado y tomado con la misma insolencia que a los anatemas religiosos: unos vagabundos/peregrinos se encuentran en una carretera cercana a Tours con un profeta del Antiguo Testamento, para acampar luego, junto a adeptos de un obispo hereje del S. IV, siendo inmediatamente después espectadores de un duelo a muerte entre un jesuita y un jansenista en las puertas de un convento del 1600.

La relación de hechos aparentemente absurdos que contiene la película, son representaciones estrictas y cuidadosas de las Sagradas Escrituras, textos de los padres de la iglesia, el Catecismo Romano e historias oficiales de la Iglesia Católica hilvanadas mediante el método surrealista. Buñuel buscó así, producir un «shock» que representa su propia perplejidad ante la fe.

Así pues, para un español de inicios de siglo como Buñuel, el confrontarse a los nuevos «dogmas» racionalistas del mundo moderno, produjo una contradicción interior que solo pudo resolverse desde el culto a lo maravilloso y al milagro. Buñuel así, conjugando con maestría el desabrido surrealismo francés con la rica tradición hispánica del barroco y su imaginería fantástica, nos regaló un cine en el que se reverencia –aunque de una manera poco convencional– el misterio que habita en lo religioso.

Para muchos teóricos del cine y otros no tan teóricos, es en esa clave que se debe leer el obsesivo afán de sacrilegio de Buñuel, el obscure secret de su obra. Hablamos de la íntima afirmación de lo que con tanto empeño niega, argumento que fluye de aquella incapacidad para rechazar totalmente y de una buena vez por todas, aquella infancia católica, sentimentalmente enferma, discurrida entre los redobles de Calanda.

Ya estudiosos como García Escudero sostuvieron que: «…en Los olvidados, hay, además, ternura. Lo hay en todo el cine de Buñuel y no es lo que perdura en nuestro recuerdo, sino una profunda simpatía hacia el energuménico personaje, hirsuto como Baroja y acaso tierno en el fondo como él […] haya que preguntarse, como con Stroheim, si no es la cara de una secreta aspiración que no se reconoce a sí misma. ¡Tantas veces basta darle la vuelta a la negación para descubrir que es sólo una afirmación, que se desconoce!». 

La ternura, pues, se transluce en los filmes de Buñuel y rebasa el marco del écran. Él mismo nos inspira ternura, cuando cual chiquillo malcriado pretende hacer burla a los principios de fe, mostrándonos únicamente aquella imperiosa necesidad de creer y la imposibilidad de hacerlo según los parámetros de la lógica contemporánea y la razón desacralizada. Lo que lo lleva a una dolorosa contradicción que solo es posible de sanar mediante la risa –quizás en mueca dolorosa– y por el salto al absurdo.

Klaus Eder definió en pocas palabras esta fantástica situación: «La destrucción de la realidad que hacía el surrealismo tendía una red a aquel que, saliendo de la fe católica, dudaba […] Lo que funcionaba como terapéutica no eliminaba la enfermedad, la limitaba, la volvía benéfica y productiva como fuente energética y al mismo tiempo como argumento de negación rebelde y explosiva. Sus efectos se establecen a partir de lo no resuelto, de la virulenta contradicción que resulta del encuentro y superposición de dos fuerzas dispares: el catolicismo y el surrealismo, una gran reivindicación y una gran rebelión, de la imagen y esa avalancha plástica cuya fuerza destructora solo se puede desdoblar en tanto ella misma, negación de la negación».  

 

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