Víctor Condori
Historiador
La sociedad arequipeña se había caracterizado, desde el tardío periodo colonial, por cierta homogeneidad entre sus componentes sociales, donde destacaba de forma notoria una extensa clase media, conformada por funcionarios estatales, abogados, sacerdotes, comerciantes, hacendados, empleados, artesanos, mineros y transportistas o arrieros.
Todos ellos vinculados profesionalmente, a una pequeña élite de vecinos sin títulos nobiliarios, pero con regulares fortunas provenientes del comercio mayorista de mercancías importadas, la elaboración de miles de botijas de vinos y aguardientes en los valles de Vítor, Majes y Moquegua y, sobre todo, del arrendamiento de numerosas propiedades urbanas y predios rústicos.
Ambos grupos convivían con un pequeño sector denominado “ínfima plebe”. Gente sin oficio ni beneficio que, a decir de los documentos judiciales de la época, se dedicaba a distintas actividades, como el trabajo eventual en el campo y dentro de la ciudad, la vagancia, la mendicidad, el juego, la bebida y algunas actividades delictivas, como el robo o la falsificación de monedas. Y una de sus características más resaltantes, era la frecuente movilidad geográfica.
La crisis económica
La crisis económica de los primeros años de la República, obligó a muchas familias y no sólo de la élite local, a buscar la profesionalización de sus miembros, a fin de obtener algún empleo en la administración o empezar una carrera dentro de la creciente burocracia estatal; situación, que se vio favorecida con la creación de la Universidad de San Agustín en 1828.
Gracias a esta importante y ahora cercana institución, muchas familias arequipeñas resultarían liberadas de los enormes gastos que significaba en el pasado, el envío de jóvenes estudiantes a prestigiosas universidades como San Antonio Abad del Cusco, San Marcos de Lima o de Salamanca en España.
Curiosamente, aunque el estudio de Leyes era una de las carreras de mayor demanda durante aquella época, la inclinación de los arequipeños hacia la abogacía venía de años atrás. En las últimas décadas de dominio colonial, se registró más de medio centenar de abogados ejerciendo su oficio dentro de la ciudad, por tal motivo, en 1804, el cura de Cayma, Juan Domingo de Zamácola y Jáuregui, afirmaba: “Tenemos aquí más críticos de capa y espada que en Turín; más doctores que en Salamanca y más abogados que en el Colegio de Madrid”.
Sin embargo, además de la abogacía y el sacerdocio, muchos jóvenes arequipeños de aquellos años, optarían por seguir la carrera militar, debido entre otras razones, al surgimiento de un verdadero ejército nacional, la militarización de la burocracia, las guerras de fronteras con nuestros vecinos, las guerras civiles entre los caudillos e incluso, los levantamientos armados nacidos en la ciudad, conocidos como las “Revoluciones de Arequipa”.
La revolución de 1834
Para muchos vecinos, la participación activa en las numerosas revoluciones surgidas en la ciudad, a favor de uno u otro caudillo militar, se convirtió en el medio más eficaz de impulsar sus propias carreras profesionales u obtener significativos beneficios en favor de los miembros de algún grupo o comunidad; no obstante, haber sido consideradas por la tradición local, como acontecimientos épicos marcados por el heroísmo, civismo y sacrificio desinteresado.
Una de las primeras revoluciones que tuvo como epicentro la ciudad de Arequipa, se inició en enero de 1834. Estuvo liderada por el general Domingo Nieto y tenía como objetivo, “defender la Constitución y las leyes” contra el intento de golpe de Estado protagonizado por el general Agustín Gamarra y su protegido, el coronel Pedro Bermúdez, durante el gobierno del presidente Luis José de Orbegoso.
Para la viajera francesa Flora Tristán, quien estuvo presente en Arequipa durante esos días, razones menos épicas y más prosaicas estuvieron detrás de esta rebelión. En Peregrinaciones de una Paria, se lee lo siguiente:
“En cuanto la noticia de los acontecimientos de Lima llegó a Arequipa, los hombres que hicieron pronunciarse a la ciudad a favor de Orbegoso no estaban movidos por el amor del bien público, ni porque estimaran que este presidente valía más que sus competidores. Vieron la ocasión de apoderarse del poder, de llegar a la fortuna y se apresuraron en aprovecharla”.
Así también lo señala el historiador John Wibel, para quien la oposición contra la figura del expresidente Agustín Gamarra, manifestada por una parte del vecindario arequipeño durante dicha revolución, estuvo motivada básicamente por la exclusión que este militar había hecho de varios miembros de la comunidad arequipeña durante su gobierno.
Incluso, se acusaba al caudillo cusqueño de haber hecho muy poco por ayudar a la decadente producción vinatera de la región, “y a los hacendados y comerciantes de Arequipa –dice Wibel– les preocupaba que su rivalidad con el general Santa Cruz pudiera perjudicar el comercio con Bolivia”.
La Confederación Perú-Boliviana (1836-1839)
Precisamente, la Confederación promovida entre ambos países por el general boliviano Andrés de Santa Cruz, llegaría a contar con un fuerte apoyo político y social dentro del departamento de Arequipa.
Aunque se ha tratado de justificar dicho respaldo, como producto de los tradicionales lazos de carácter histórico, geográfico y cultural que existían entre el sur del Perú y Bolivia; ninguna razón influiría más en el ánimo de algunos arequipeños, que las grandes posibilidades de recuperación económica de la región, a partir del libre acceso a los ricos mercados bolivianos, además de las favorables condiciones para ocupar puestos o empleos dentro de la administración santacrucina.
Y así sucedió, durante su breve administración, Santa Cruz, nombró a numerosos arequipeños para diversos puestos en su gobierno, desde un reconocido ministro del Tesoro hasta un discreto empleado del resguardo aduanero del puerto de Islay. Así lo señala Wibel:
“Satisfizo a los intereses agrícolas al establecer un impuesto especial sobre los licores manufacturados de caña de azúcar, granos y otras sustancias que no eran de uva, y otros impuestos sobre importaciones de trigo chileno el cual competía con la producción de Arequipa en la provincia de Arica”.
La política fiscal de la Confederación en favor de los intereses arequipeños, no pudo haber sido más acertada, al influir directamente en la producción y comercialización de vinos y aguardientes de los tres valles más importantes: Vítor, Majes y Moquegua; no sólo por la creación de un impuesto proteccionista hacia otras bebidas alcohólicas, sino, sobremanera, por las facilidades otorgadas para su exportación a los pueblos y ciudades bolivianas. Así, la producción arequipeña pasó de 200 000 botijas de vino en 1834, a cerca de 300 000 para 1836.
Arequipa después de la Confederación
Lamentablemente, con la derrota de Santa Cruz y la disolución de la Confederación, todas aquellas ventajas para el comercio con Bolivia desaparecieron, del mismo modo que los impuestos proteccionistas; en consecuencia, la producción vinatera volvió a sumirse en un estado de depresión productiva que la llevaría al colapso definitivo una década más tarde (en 1845, los tres valles produjeron 160 000 botijas y al año siguiente, sólo 143 000).
¿Qué ocurrió con los empleados y funcionarios nombrados por este fenecido régimen? El nuevo prefecto del departamento, Pedro José Gamio, iniciaría una campaña de persecución y destitución contra todos los que adquirieron sus nombramientos durante el gobierno de la Confederación, muy al margen de haberse desempeñado de manera competente y eficaz, pues a decir de esta recalcitrante autoridad, “no convenía que continuasen sirviendo por haber sido hechura de Santa Cruz”.
¿Qué seguiría en adelante? Podría haber sido la pregunta de muchos vecinos de la localidad, entre hacendados, comerciantes y profesionales. Sin embargo, después de dos décadas de vida republicana, muy posiblemente algunos de ellos ya tenían una respuesta.
El surgimiento de un caudillo “arequipeño”
Luego de unos meses de aparente tranquilidad en la región, en enero de 1841, el remplazante de Gamio en la prefectura de Arequipa, el coronel Manuel Ignacio de Vivanco, limeño pero casado con la arequipeña Cipriana de la Torre, perteneciente a una destacada familia de vinateros de Vítor y hermana de un antiguo ministro de la Confederación; se rebeló, contra el gobierno de Gamarra proclamándose “Jefe Supremo de la Nación”.
De manera inmediata y con el fin de ganarse el apoyo de una parte de la población arequipeña, restableció muchos de los decretos de Santa Cruz, relacionados a la comercialización de vinos y aguardientes; asimismo, ofreció sendos cargos y empleos a sus más fervientes seguidores, por supuesto, la mayor parte de ellos arequipeños.
A partir de ahora, el objetivo de las élites arequipeñas ya no sería oponerse a un caudillo o conseguir la ansiada separación del sur del Perú, sino, el control absoluto del estado guanero, de sus instituciones y cargos. Liderada por su nuevo caudillo “arequipeño”, durante la década de 1850, Arequipa terminaría de consolidar su fama de ciudad revolucionaria, anticentralista y antilimeña, el “León del Sur” o como la nombraría el gran historiador Jorge Basadre, “la ciudad más representativa de la República”.