¿Cómo fueron las primeras picanterías?

Solía haber mesas grandes flanqueadas por bancas. No faltaba algún cantor que acompañaba el deleite de comer picantes y beber chicha en cogollo.

Rafael Longhi Saravia

¿Cómo definir en un solo concepto a la picantería tradicional, teniendo en cuenta que, en el pasado, además de comer y beber allí, hubo espacio para la tertulia, la música, la danza, la proclama revolucionaria, el arreglo extrajudicial, el chisme y, de vez en cuando, incluso la trifulca generalizada?

Historia

Existe información histórica que refiere que a finales del siglo XVIII había tres mil chicherías (antecesoras de las picanterías) en la ciudad y sus alrededores. Número bastante elevado considerando la cantidad actual y el número de habitantes de entonces, que era mucho menor; pero, evidentemente, la costumbre de visitarlas por las tardes era realmente generalizada.

Además, se sabe que estas estaban instaladas en construcciones muy rústicas, y eran designadas precisamente con el nombre de chicherías por ser la chicha, al menos en un comienzo, el producto principal que se ofrecía en ellas. Pero muchas veces no eran más que simples cobertizos hechos con ramas para proteger del omnipresente sol arequipeño a los comensales entusiastas, generalmente chacareros.

El ambiente

En estas chicherías solía haber una única mesa grande hecha de tablones largos y flanqueada por bancas que ofrecían poca ergonomía a quienes hacían uso de ellas, pero esto era poco importante para la sensibilidad de la gente de aquel entonces.

El fuego de su cocina era alimentado por la ‘yareta’ proveniente de las límpidas alturas circundantes, o por la bosta de origen menos romántico, que le daba un sabor peculiar a las preparaciones y un aspecto ennegrecido a todo el recinto.

No faltaba entre su habitual concurrencia algún cantor popular que con su voz doliente entonaba, guitarra en mano, algún sentido yaraví para luego aligerar el ambiente con una festiva pampeña o tal vez una marinera.

Porciones de distintas preparaciones pasaban de mano en mano, ya que, siguiendo la tradición prehispánica andina, aquí el comensal era parte de un universo colectivo. Por lo mismo, la chicha era bebida de un único y generoso vaso llamado cogollo, caporal o bebe, dependiendo del mayor o menor tamaño que ostentaba, pero todos ellos herederos directos del ancestral quero tiwanaku.

Los nuevos tiempos

Esa era la picantería, la de antaño. Y, aunque algunas subsistan hasta ahora ya centenarias, se han ido transformando. Los cogollos, caporales o bebes fueron reemplazados por jarras y vasos; la mesa única original, en la que se da-ban tregua esos dos universos de ccalas y lonccos en eterno contrapunto, cedió ante las más pequeñas e individuales.

Se fueron a sus corrales los animales que correteaban entre la clientela y en algunos casos hasta los corrales desaparecieron. Aquellos yaravíes, pampeñas y valses sucumbieron ante el sonido estridente de los altavoces que ahora inundan el ambiente con sus cumbias, salsas, reggaetón y otras hierbas de moda.

Las últimas cocinas tradicionales no resistirían ni la más permisiva inspección de salubridad, por ello se tuvo que apagar sus fogones y cerrar sus puertas. Tal vez algún día ya no habrán más lucilas, capitanas, palominos o escondidas, pues serán reemplazadas por establecimientos modernos.

Entonces hablaremos de una nueva creación, un nuevo producto que, aunque continúe llamándose picantería, si es que lo hace, en sentido estricto ya no lo será, al menos no como la conocimos; y no sabemos si para bien o para mal, eso se lo dejamos a usted.

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