Cantar de los pueblos vencidos o la Divina Comedia de la identidad

A PROPÓSITO DEL RECIENTE POEMARIO DE CÉSAR BELAN

César Belan es colaborador de Encuentro, y también desde aquí celebramos la publicación de Cantar de los pueblos vencidos.

El hipérbaton, las alegorías y el concepto se enhebran en una estructura poética que corresponde de manera tumultuosa pero eficaz a las realidades que expresan.

César Félix Sánchez Martínez

Decía el viejo y trágico Ezra Pound —junto con Vallejo y Eliot, el más grande poeta del siglo XX— que el arte, y en especial la poesía, era una “antena permanente, una alarma premonitoria”. ¿De qué? Los mismos artífices no lo saben con precisión, quienes crean, según la interpretación socrática, poseídos por el divino entusiasmo. Algo más deberían saber los críticos. Sin embargo, tanto en la poesía como en la crítica abunda el efectismo, la paráfrasis pobre, la seudoerudición pop, evidenciada en trabajos las más de las veces contingentes y efímeros.

En esa línea en la que, en nuestra terra incognita peruviana, tanto abundan sujetos que ambicionan ser modernos, se multiplican también los engendros poéticos que quieren parecer rupturistas o actuales: ¡gran obsesión de los intelectuales o culturosos de provincias, especialmente de los más mostrencos y silvestres!  Pero, gracias a Dios, otras voces empiezan a escucharse, más auténticas y universales.

Es, creemos, el caso de Cantar de los pueblos vencidos, el segundo poemario de César Belan (Arequipa, 1984). Llama la atención, en primer lugar, la riqueza castiza de una lengua castellana que lleva —de manera a veces tortuosa, a veces transparente, pero siempre auténtica en cuanto espontánea (como espontáneo puede ser un alud gigantesco o una carga de caballería sorpresiva)— las huellas de los distintos estratos históricos de su uso. Mérito no menor en medio de tanto idiotismo y ultraje involuntario del idioma, reducido al mínimo en su condición expresiva.

El poemario

En el último poemario de Belan, el hipérbaton, las alegorías y —por sobre todo— el concepto (esa imagen de imágenes tan cara a Baltasar Gracián) se enhebran casi sin querer, en una estructura poética que corresponde de manera tumultuosa pero eficaz a las realidades que expresan. Aquí el poeta demuestra ser un discípulo aventajado de Carlos Germán Belli y de José Pancorvo; un Belli más exasperado y oscuro y un Pancorvo más exotérico y humorístico.

En el Cantar, de Belan, sobresale, ya desde la primera impresión, la violencia y la tensión a la que somete el lenguaje. ¿Cuál es el porqué de este particular tratamiento poético? Marshall McLuhan sostenía que la exasperación y la extrañeza aparente de la obra del Bosco se debía a su peculiar condición cognoscitiva y comunicativa: nacido y formado en el mundo del códice miniado, se vio de pronto confrontado con un nuevo soporte, el mundo de lo impreso, que llevaba en sí una nueva concepción del espacio y de lo simbólico.

Algo semejante puede decirse de Cantar de los pueblos vencidos: el hablante lírico, flor de la cultura letrada del siglo XX, se ve confrontado con los nuevos soportes, con los universos de quienes han saltado del seminomadismo a la autopista de la información y a los bucles eternos —y potencialmente ‘estupidizantes’— del hipervínculo. ¿La reacción? Una serie de imágenes disruptivas, en la que tras el ropaje barroco se refleja, quizá sin parangón en la poesía peruana joven actual, el desastre de nuestra propia Waste Land local y universal.

Si Bitácora de las islas (2009), el primer poemario de Belan, era una odisea en la que un individuo, aún joven —y quizá todavía niño— se enfrascaba en un viaje en pos de una redención individual, Cantar de los pueblos vencidos es más bien una Divina Comedia, en la que el hablante lírico, in mezzo d’il camino della vita, se confronta con el infierno, el purgatorio y, finalmente, las escasas —pero reales— huellas celestes en la realidad más inmediata. Señales entendidas y confrontadas desde sus heridas más colectivas hasta las más personales. Como lo diría san Agustín: “Oh, felix culpa!” (Oh, la feliz culpa que nos ganó tan grande Redentor).

Salir de la versión móvil